Antes de los veinte, nos enamoramos dos días antes de regresar de las vacaciones. El entusiasmo se diluye como la sal en el agua, se descama como la piel ya sin Sol. Todo es pasión, sorpresa y ocaso. Aprendemos a levantarnos de los terremotos emocionales.

  A los treinta nos volvemos más calculadores, nos sentimos cazadores en la estepa, aves con alto vuelo. Nuestros sentidos están agudos y entrenados,  el código erótico  se activa en las vacaciones para los que están en la espera de encontrar quién sea capaz de formar una familia juntos , dar la vuelta al mundo en globo o construir una torre de azúcar que llegue al cielo. Aprendemos a decodificar las señales.
 A los cuarenta ya no nos preocupa la mirada ajena, el juicio del otro, el mandato familiar y encontramos amores que en las décadas pasadas no nos hubiéramos atrevido a vivir. Recordamos los veranos pasados con estrés, niños, juguetes, carpas, sueños perdidos y avanzamos hacia nuevas rutas. Aprendemos a reír de nosotros mismos .

A los cincuenta, el amor sigue combinando tan bien con el verano como a los quince años. Los amantes se separan para compartir con la familia la playa o la montaña, el que no soporta a los chicos se va a desayunar al bar del parador, las parejas en crisis deciden dar un tiempo porque ya no están para el careteo de la movida social sin contenido. Él se enamora de la flaca, ella reconoce que siente cosas por su compañera de trabajo, los que se separaron hace dos años vuelven a encontrarse frente al mar. Van aprobar otra vez  a ver si resulta. Los hijos mutan en nietos y los que se acompañan hace décadas ven como sus cuerpos se modifican ante la mirada cómplice e incondicional del otro. Aprendemos a olvidar lo que nos hace mal.
 Algún romántico regresará a los lugares en dónde fue feliz y se dará cuenta que un sitio jamás será el mismo porque uno ya es otro . Los horneros construirán nidos y algunos humanos los copiarán  tratando de atrapar el Paraíso. Los perfeccionistas se relajarán ante su búsqueda incansable porque no habrá otra posibilidad.
 Las historias de amor y el verano siempre se llevaron bien. Hagamos un lugar entre la memoria y el corazón para aquilatar la más bella historia de amor que hayamos vivido. Les aseguro que funcionará como una hoguera encendida en pleno invierno.
(Ilustra la obra de Matisse, La tristeza del rey)