El diez de junio se cumplirán cinco años del crimen de Angeles Rawson, uno de los femicidios más atroces que la mente humana pueda concebir. La joven estaría por cumplir veintiún años a esta altura del 2018 y probablemente cursara alguna carrera universitaria, quizá Ingeniería, como lo hizo su padre Franklin, o veterinaria, por el amor que le profesaba a los animales. Ya hubiera de lado ser cosplayer, es decir,  vestirse como los personajes de animé con peluca y pollerita tableada, que tanto enloquecían a Mangeri, pero no hubiera renunciado a conocer Japón y Corea, para lo  cuál juntaba peso sobre peso.  Sabemos que ésas costumbres adolescentes, con el paso del tiempo, se van dejando de lado. Nunca hubiese dejado de ser curiosa, despierta e inteligente.

        Tendría un novio al que vería los fines de semana, se emborracharía cada tanto y tomaría la píldora del día después luego de no estar segura de haberse cuidado del todo. Sus amigas le mensajearían todo el tiempo, colgaría sus fotos en Instagram y su rostro  sería más anguloso, menos redondo, pero igual de franco. Soñaría con aviones, viajes iniciáticos, hijos y  premios que uno pide a la vida cuando se tiene futuro. Pero Ángeles no tuvo futuro. No se hizo famosa por su creatividad o ingenio, sino por su muerte. El diablo metió la cola. La indujo al inframundo. La violó y luego ató prolijamente sus manos y pies con sogas. Tapó su cabeza con una bolsa de basura y la arrojó al container de la esquina. Al día siguiente la encontraron en medio de la inmundicia en  el CEAMSE de José León Suárez.
Fin de los sueños. Pasamos del subjuntivo al tiempo indicativo. A Jorge Mangeri lo condenaron a cadena perpetua y si bien las pruebas del fallo fueron  contundentes, él sigue diciendo que es inocente.