La flagelación fue un modo medieval de expiación de los pecados. Santos y mártires  “complacían ” a Dios ministrándose latigazos, ayunos interminables y todo tipo de privaciones. No sólo llegaban a poner en riesgo sus vidas, sino que al sufrimiento debían incluir un condimento más, que lo haría sublime: el silencio.

        Sufrir en silencio pasó a ser una forma que encontró la cristiandad occidental blanca de agradar al todopoderoso y tuvo su auge en el siglo XVI  en los monasterios de Europa. No es casual que haya sido la época del descubrimiento de América y de las grandes masacres a los pueblos autóctonos.
        A lo largo de siglos, éste hábito se introdujo en los intersticios de la modernidad, ya despojado de su connotación ritualística y volviéndose sutil. Ya no son los cilicios o la fusta lo que atormentan al pecador. Son el modo de alimentarse, la privación de soluciones a sus cuestiones y el entumecimiento de sus dones. El pensamiento secreto del que lo practica es: dejando de lado los placeres de la vida, elimino las presiones que ejercen mis pensamientos. Inflingirse lastimaduras,  físicas o psíquicas,  en silencio,  no sólo empeora las cosas, sino que establece un círculo vicioso que simula solucionar problemas. También suelen darse situaciones en las que un enorme e intenso dolor  no puede ser expresado en palabras y se manifiesta en  ataques al  propio cuerpo. Esa es otra manifestación del autocastigo, muy frecuente entre los adolescentes.
       En ninguno de los casos callar es la solución. Hay que encontrarle la vuelta a los problemas en lugar de encubrirlos. Finalmente, recordemos que ante la mirada del Universo, todos somos hermanos, hijos del padre Cielo y de la madre Tierra.