La película La forma de agua de Guillermo del Toro que se estrena en Argentina cuenta la historia de amor de una chica muda y de un monstruo anfibio. Sus trece denominaciones al Oscar la hacen un éxito de taquilla en todo el mundo. La belleza de las imágenes y la maestría con la cuál el director (coguionista del Hobbit) cuenta una historia inimaginable nos hace pensar en los tantos mundos que habitan adentro de uno. Metáfora de las minorías, una discapacitada y un extraño ser proveniente del Amazonas, recupera la tradición de los cuentos mitológicos que poblaron las leyendas de un tiempo en el que la autoría de un relato no era lo más importante.

       La mayoría de los cuentos que perduran en el tiempo son anónimos. Aunque insistamos en individualizar la creación, otorgar premios y jactarnos de lo brillantes que somos , el tiempo se encarga de borrar de la memoria colectiva el quién y el cuándo, para preservar lo esencial, la trama. Nadie sabe quién contó por primera vez la historia de Asterión, el niño que nació de la infidelidad de la reina Pasifae con el toro blanco que Zeus envió a modo de anzuelo al rey Minos para saber si le era leal, popularmente conocido como el Minotauro.  Podemos saber que la escribió Apolodoro por primera vez, pero jamás quién la creó. Así son las cosas perdurables, anteriores a la época ególatra en la que vivimos.  De ésa clase madera de ley estaba hecho Jonas Salk, el creador de la vacuna de la poliomielitis. Cuándo le preguntaron por qué no patentaba su logro, en la década de 50, contestó   “Se puede patentar el Sol”?