Hoy hubiese cumplido 117 años. Nadie en su sano juicio pensaría vivir tanto, no obstante mi abuela Celestina llegó a los 91. Madre de mi madre, con la que se llevaba pésimo, me enseñó que se puede ser mejor abuela que progenitora, lo que me llena de esperanzas.
Autora de frases célebres, como “es mentira que los viejos no cambian”, “hoy, haría todo distinto” y “la muerte no es lo peor que le puede pasar a una persona”, llegó a tercer grado y a fuerza de trabajo compró el campito en el que su padre, inmigrante genovés, fue peón.
Timbera y feliz, era un elefante marino más en la Bristol de Mar del Plata. “Me gusta que me pisen” , le decía sonriente a mí mamá, horrorizada ante la multitud, sombrilla en mano tratando de rescatarla para que fuéramos a una playa más chic. Única hija y bella como la luna, mi madre no podía creer que la suya contara chistes verdes y se llevara los zapatos a las fiestas para bailar tango canyengue. Mi abuela era obesa y mi madre uno de los sex symbols del cine argentino. Los abismos lo generó el internado, pienso ahora. Celestina quería que su hija fuera una mujer de ciudad, culta, que tuviera oportunidades, pero el desamor aparta más que la distancia. Me confesó cinco abortos (entre 1930 y 1940) porque no queria más hijos. Mi abuelo no estaba bien de la cabeza. Ella era la razón, el tronco y las extremidades de esa microfamilia . Eso no le impidió que fuera devota de la Virgen de Luján hasta el final. Pedíle siempre lo que necesites, Ella te va a escuchar, me decía . Y aquí estoy yo, pidiendo que la tenga a mi abuela en la Gloria. Es lo mínimo que se merece…
(ilustra foto de Man Ray)