En una sociedad competitiva como la nuestra, en dónde se enseña solamente a ganar, hace falta un entrenamiento especial para que aprendamos a perder. Tan sólo con mirar los libros en las vidrieras, la cartelera de los centros de actividades new age, los cursos que imparten las corporaciones nos damos cuenta que el exitismo ha trepado a niveles insospechados. Nadie quiere ser medalla de bronce o de plata. Todos estamos programados para ser medalla de oro. La realidad, que nos acomoda de un sopapo y hecha por tierra el discurso edulcorado de los triunfalistas, nos regala cada tanto enseñanzas libres de IVA y demás impuestos, poniéndonos de frente con la derrota. El que ha hecho deporte con pasión, lo sabe. El que se analiza, también. El que se nutre de falsos gurúes y fast food espiritual cáe sin escalas, lastimando su psiquis y fracturando el ego.
Una vida sana va más allá de la meditación y del control del colesterol. Nos proporciona recursos para los malos tragos que inexorablemente nos tocará degustar. También enseña a tragar sapos y a tener paciencia. El que no tenga recursos para enfrentarse con los malos momentos, se debilitará a medio plazo y se convertirá en un coleccionista de frustraciones. Aprendamos, panópticos, a pedir ayuda a tiempo y a tejer redes sostenedoras que páren la caída cuando perdamos el equilibrio.