Acompañar a los que tienen familiares internados , a los que están aislados en sus casas, a los que están recuperándose y a los que sufren el duelo a causa del peor de los desenlaces en el combate contra el COVID no es tarea sencilla. Aislar al enfermo sin que la familia y sus seres queridos puedan asistirlo no formaba parte de nuestra cultura hasta hace dieciocho meses atrás.  Tuvimos que tragar saliva y aprender en tiempo récord a resignarnos a no participar de manera presencial de los sucesos, sean logros o retrocesos, a escuchar partes telefónicos con términos que ya forman parte de nuestro vocabulario habitual  como ventanas de ventilación, intubación, vasoespasmos, bigotera, neumonía bilateral, saturar bien, saturar mal, angiografía digital y tantos otros que se me olvidan.

El desgaste emocional  de aquellos que tienen a un ser querido hospitalizado durante meses es invisibilizado por la naturalización del hecho pandémico y por el halo covid , una suerte de aura creada por el miedo que en lugar de proteger, aísla a los que han tenido contacto directo con el infectado y se ven inmersos en esa realidad.

Mucho tiempo pasará hasta tanto podamos sentirnos a gusto en un recital o en la cancha. Probablemente esos hábitos se vean modificados , la tecnología se abrió paso para sustituir la presencialidad en muchas áreas y se prevé que no habrá vuelta atrás en el caso del home office , de las  consultas médicas específicas y de la venta online. A todos nos preocupa ver los locales vacíos, los cines funcionando a un treinta por ciento, negocios históricos fundiéndose, pero la fragilidad psíquica del que enfrenta el virus cara a cara y el de su entorno directo, el ninguneo de una sociedad que sigue haciendo fiestas clandestinas con la esperanza de tapar con falsa alegría un flagelo que nos afecta a todos, creo que  no está siendo debidamente contemplada. Hasta la palabra positivo se ha electrificado, desde la época del SIDA no se sentía algo así, volvimos a querer ser todos francamente negativos. El temor salvaje a la muerte debe ser revisado, cuidarnos es una cosa, otra es tenernos miedo los unos a los otros. A todos les debe haber pasado en algún momento: el otro día caminé una cuadra sin barbijo y por poco me linchan.

No alcanza con el tapabocas y la distancia social. Todos podemos colaborar con quienes están pasándola mal en este momento infausto. Un llamado telefónico, una compra, un gesto solidario, una plegaria, un mostrarse ahí, al pie del cañón, hará que el otro se sienta acompañado, querido y valorado. No sólo se trata del alcohol en gel y de tener los ojos puestos en las estadísticas , sino de algo tan sencillo como empatizar con el dolor humano. Comprometerse en salir de esta pandemia mejor de lo que uno entró puede ser un objetivo personal edificante que a medio plazo, nos hará bien a todos. Saquemos el corazón del freezer, la vida sin amor es para robots, no para los humanos.

 

(Ilustra obra de Igor Rutter)