Los dragones son figuras legendarias que recuerdan el poder supremo. Son serpientes aladas, celestiales, que suelen guardar tesoros. Para los chinos es el animal del Emperador, el que abre el portal del año nuevo. Tocarlo en las procesiones trae abundancia y salud. En la cultura maya Quetzacoátl, la serpiente emplumada, era el dios de la Vida y de la Sabiduría; Amaru, en en antiguo Perú, el dragón era la divinidad del Agua y del Buen fluir; El Piasa, de la cultura nortemaericana, era el protector de la naturaleza y castigaba a los humanos que la dañaban. Algo así sucedía con el Culebre, de las Asturias, que también cuidaba una montaña de oro; Ladón, de los griegos, habitaba en el Jardín de las Hespérides y lo custodiaba con sus siete cabezas. Los egipcios tenían a Anfiptero, que vagaba por los desiertos y era inofensivo para los hombres. Daba consejos a quienes los necesitaban. Uroboros, que los griegos heredaron de Egipto, mantenía unido el mundo, mordiéndose la cola y evidenciando el eterno retorno de la energía. No podemos olvidar a Fafnir, el famoso dragón que guardaba el tesoro de los Nibelungos y cuya sangre, vertida por Sigfrido y salpicada en sus labios, le hizo entender el idioma de los pájaros. Nidhog, dragón inspirador de los cuentos de Tolkien, cuidaba a quienes quisieran dañar al Árbol de la Vida, el Yggdrasil. Sheng Long, el draco japonés, responsable por controlar  las lluvias y las tormentas tal como  el Leviatán bíblico guardaba la puerta de los mares profundos.

 Dragones de tierra, de agua, que largan fuego por la boca y generan ciclones con el movimiento de sus alas, animales custodios de las catedrales y de las cuevas sagradas, nos recuerdan la importancia de preservar la llama divina que nos habita.