Los pequeños gestos de bondad nos salvan de la furia del mundo. Recuerdan la vulnerabilidad de todo ser humano, nuestro origen común. La palabra justa, el abrazo en la tormenta, la dádiva de la mano que acerca lo que falta para el alquiler, el guiño del sí, hazlo, cuando creemos que estamos solos. Elena Ferrante, autora de La amiga estupenda cuenta que la amistad que inspiró la saga comenzó con un entrelazarse las manos ante el miedo , siendo aún muy pequeñas. El New York Times de ayer le dedicó una página a una nota llamada El poder Inesperado de los actos de bondad que tuvo gran repercusión e instaló una reflexión: ¿por qué nos cuesta tanto a los adultos tener gestos que de pequeños nos salían naturalmente? En lo personal, creo que asociamos la bondad con la debilidad, ese falso maridaje que corona al guerrero impiadoso en el inconsciente colectivo. Debiéramos destituir esa verticalidad que nos llevó a la aridez de los paisajes abismales. Volver a la llanura y a los bosques perfumados. Ayudarnos a cruzar el río. Cantar alrededor del fuego. Dejar de empastillarnos tanto. Ser oído y hombro amigo a la vez. Mirarnos a los ojos, despedir con honor a los seres queridos. Volver a discutir sin que por eso nos transformemos en enemigos. Hacer burbujas de jabón, aunque sepamos que flotarán por poco tiempo. Ver la magia que produce en los ojos del que la recibe y las estrellas que brillan, aunque sea de día, alrededor del hacedor.
Ilustra Daniela Werneck