Hace muchos años compré un pesebre, sin darme cuenta, con cuatro Reyes Magos. Fue el hazme reír de la familia y lejos de sentirlo un engendro le tomé tanto cariño, que jamás quise deshacerme de él. Eso te pasa por comprar chucherías en el Barrio Chino , dijo mi marido, quién sostuvo todos estos años que el cuarto integrante de la nobleza bíblica era de los pagos de Lao Tsé. Las visitas llegaron a compararlos con los Mosqueteros de Dumas, los Beatles y con los Cuatro Fantásticos. Mi suegro los consideró una broma de mal gusto, casi una herejía. No obstante, en mi interior anidé la idea que todo misterio existe para ser revelado y que, algún día, tarde o temprano, eso sucedería.
Ayer, víspera de Reyes, cerca de las cinco de la tarde recibí el saludo de una amiga que conoce esta historia y el afán que me acecha por dilucidar el enigma. Sin merodeos, para mi sorpresa, el título del mensaje era Artabán, el cuarto Rey Mago. Era un cuento bellamente escrito por Henry van Dyke en el año 1895, atesorado por los círculos antroposóficos ( los creadores de la Pedagogía Waldorf, de la Terapia Artística, del Cantoterapia y de tantas disciplinas derivadas de la Ciencia Espiritual fundada por Rudolf Steiner a fines del siglo XIX ). Espero poder resumir el cuento sin destrozarlo demasiado.
Artabán era uno de los que recibieron el llamado de la Estrella de Belén y mientras preparaba el viaje que lo llevaría a destino separó tres piedras preciosas para regalar al Socorredor: un diamante, un rubí y un jaspe. Sabía que no podía demorarse, pero mientras atravesaba el desierto vio a un hombre tirado en la arena , moribundo y se dispuso a ayudarlo. Era un viejo comerciante que había sido golpeado y saqueado. Artabán no sólo le lavó las heridas con vino, lo vendó, sino que se apiadó de su condición y le regaló el diamante. La pérdida de tiempo hizo que llegara tarde al encuentro con Gaspar, Baltasar y Melchor, que se marcharon sin él, dejándole una nota. Siguiendo las huellas a caballo, vio como las fuerzas del animal iban mermando hasta dejarlo solo en el desierto, a pie. Llegó andrajoso a Jerusalem, ciudad en la que se encontró con los soldados romanos cumpliendo el edicto de Herodes que cobraba la vida de todo varón que tuviera menos de un año. Al ver que uno de ellos iba a sacrificar a un niño ya con su espada en alto, trató de persuadirlo, ofertando el rubí para que se lo entregara, con tan mala suerte que fue denunciado y terminó en la cárcel durante más de treinta años.
En el calabozo escuchó historias de aquél que pensó que podría ser el Mesías, sus milagros y curaciones, guardando en su corazón el deseo de verlo algún día. Hasta que en las Pascuas del año 33 llegó el momento de su liberación. Supo que lo habían condenado a muerte a Jesús y quiso acompañarlo hasta el Gólgota. En el camino , entre la multitud, avistó a una mujer que iba a ser vendida como esclava y, sin dudar, ofertó lo único que le quedaba de su fortuna , el jaspe que Artabán había guardado con celo. El verdugo, reconociendo el alto el valor de la gema, liberó a la prisionera de inmediato.
De pronto, el cielo se oscureció como si fuera de noche, los pájaros volaban en bandadas y la tierra tembló tanto que una lluvia de piedras azotó la multitud. Una de ellas golpeó la cabeza de Artabán, que despertó en los brazos del mismísimo Jesús quién le dijo, Gracias por acompañarme siempre. Yo fui el anciano que curaste, el niño que salvaste y la mujer que liberaste. Ahora nos iremos juntos a la casa de mi Padre.
Esa es la historia del cuarto Rey Mago, el que nunca llegó a destino porque siempre estuvo en dónde tenía que estar.