Amaba la playa que lo vio crecer. Lejos quedaron los tiempos en el que el sol no se escondía tras los edificios a las seis de la tarde, ensombreciendo el balneario para el enojo de aquellos que buscaban el bronceado perfecto. Ahora quedaban los que pagaban una fortuna por pertenecer a la aristocracia carpeña y los del montón, la plebe que se amontonaba cerca del mar con sus sombrillas redondas y coloridas. Cada tanto el viento patagónico volaba alguna que iba a parar en los límites del parador, para horror de los presentes que olvidaron que el arancel de la carpa no incluía el buen comportamiento de los aires vandálicos de la región, que sin escrúpulos ni miramientos mezclaba el Ganges marplatense con el club inglés.
A él no le importaban los asuntos de clase. Iba con una bolsa de residuos negra levantando basura por dónde pasaba, renegando a media voz, hablando consigo mismo, quién sabe tratando de entender por qué dejaban a la orilla del mar latas de gaseosa, envases plásticos, pañales usados, paquetes vacíos de papas fritas, vidrios y absorbentes higiénicos. En media hora llenaba una bolsa de las grandes. Llegó a juntar veinte bolsas en un sólo día. Le decían el Loco porque no hablaba con nadie mientras recogía la basura . Estaba enojado con el mundo. No era para menos, habían convertido su paraíso en un chiquero.
Un día, vaya a saber por qué, el Loco no apareció. A mediodía eran cientos de kilos de desechos desparramados por la playa. Faltaba un muerto flotando para que le otorgaran a la escena el Oscar al subdesarrollo. Al día siguiente tampoco vino, pero algo extraño sucedió. La playa amaneció cubierta de aguas vivas, algunas grandes como platos. Qué asco, decían los que se animaban a caminar por la arena, esquivando la invasión de guardianes gelatinosos que vinieron a pedir en masa, estoy convencida, el regreso de su delirante líder.