El otro día, charlando con Eduardo Callaey, alias el Caballero, me embarqué en lo más parecido que existe a un viaje por el túnel del tiempo en vivo, sin pantallas de por medio ni técnicas de meditación. Tirada en el sofá de casa, después de haber saboreado una caldeirada a la portuguesa que me sale de maravilla y de haber ordenado el mundo en dueto con Luciana Armanini, en un estadio previo al nirvana, fue cuando escuché por primera vez el término del más reciente miedo de la humanidad, el cuco de los años robóticos, el horror secreto de los pensantes: el de volverse obsoleto. En pocas frases claras como el agua clara, mi amigo explicó por qué nadie queda exento de caer en sus redes, la razón por la cuál el tema no se restringe a una simple cuestión generacional, geográfica o social y cómo el temor a ser descartado por el sistema fue sustituyendo de a poco el miedo atávico a ser abandonado en el bosque como Hansel y Gretel o Moisés en el Nilo. Él se basaba en la teoría del pensador contemporáneo Yuval Noah Harari, autor de Homo Deus, breve historia del mañana y De animales a Dioses, quién afirma que el ranking de los miedos de la humanidad fueron el hambre, la peste y la guerra, al que se suma ( por la complejidad social de los últimos dos siglos) el miedo a ser excluido del sistema.
La manada dejó de ser la familia, los compañeros de la facultad, el entorno del club y los amigos. Es en el mundo de la producción en dónde el sujeto se siente hoy inseguro, el área en la que se reproduce minuto a minuto la mayor parte de la información que necesita para aggiornarse y entender los desafíos que se le presentarán en un futuro cada vez más exigente en cuánto a la capacitación y el desempeño de funciones profesionales y laborales. Los jóvenes tienen miedo a enfrentarse a un mundo sin códigos éticos, con poco trabajo y escasa creatividad. Los post cuarenta le temen al reemplazo, al constante cambio tecnológico y a los nuevos paradigmas.
Según el Caballero el problema del hambre ya podría estar resuelto en el mundo, es simplemente una cuestión política. Argumenta que estamos en el momento histórico de mayor producción de alimentos y nunca se logró una expectativa de vida tan alta. La peste es un reseteo del planeta, difícil de prever e imposible de extirpar . De hecho, convivimos con el Covid-19 adaptándonos a los protocolos de higiene y a nuevas normas de convivencia social sin chistar demasiado. No queda otra opción que esperar lo que dictamine la ciencia. ¿ La guerra? Trajes nuevos para un viejo apocalíptico. Vender armas es de pésimo gusto, arruina la naturaleza y tiene mala prensa. Algunos dirigentes insisten en la fórmula, pero hasta los chicos de seis años saben que las cosas no se arreglan de esa manera. Está devaluada.
El miedo top, el miedo chic, el cool es el miedo a la obsolescencia. Que te cambien por otra. Que te eliminen de whatsapp. Que te borren de Facebook. Que te excluyan de los contactos. Que no te mire los estados. Que no sepas encender la computadora. Que no lleguen las actualizaciones de tu teléfono. Que no haya internet. Que no hayas visto las últimas diez temporadas de la serie más taquillera de Netflix.
¿ Quién inventó el término? Un tal Vance Packard, autor del libro titulado The Waste Makers, los hacedores de basura. Asesor de empresas y estudioso de los mercados, asegura que el sesenta por ciento de los ordenadores, aparatos de entretenimiento y tecnología móvil que compramos no lo hacemos por una simple sustitución por funcionalidad superior, sino por lo que él llamó obsolescencia programada, un descarte promovido por nuevas modas y estilos generados por el mismo mercado que hacen que la anterior luzca ridícula. Como sucede en la industria editorial norteamericana, el término calzó como anillo al dedo y viajó hasta nuestros oídos. No fue lo único interesante que dijo ese señor, que si bien le habla a lectores del ámbito corporativo, su mensaje puede servir a los demás mortales: lo único que nos queda ante el miedo a la obsolescencia es proponernos un aprendizaje continuo. Felices los que leyeron y entendieron.
Ilustración Los amantes, de René Magritte