Hace unos años, cuando una señora me contó su vida en el ascensor del consulado de Brasil de la calle Carlos Pellegrini , supe que algo tremendo estaba por suceder. Siete pisos fueron suficientes para que me pusiera al tanto de su crisis. Muy educada, pidió permiso para hablar porque sufría de claustrofobia y no podía tolerar los ascensores . Ese, en particular, le hacía acordar un tomógrafo y lo único que la aliviaba de la sensación de encierro era conversar con otro ser humano. Ese ser humano era yo. Bastó con que le sonriera para que se despachara como un paciente en su primera sesión de terapia. Dijo que se había separado recientemente de una relación de doce años de convivencia. Que ya no aguantaba más esta ciudad y que se volvía a Río de Janeiro dónde sus hijos, dos varones de nueve años, brasileños como ella, podían disfrutar de la playa y de las bendiciones del Cristo Redentor. Que extrañaba el calor, la música y el buen trato cuando la atendían en los negocios. Que nunca más miraría a un argentino ni de reojo, que su ex era un buen padre, pero un marido desastroso. Tan buen padre era que resignó un buen pasar aquí en Argentina para que los chicos pudieran vivir con ella, allá, en el Paraíso (narco’s paradise) y trasladaba su empresa para poder seguir acompañándolos de cerca. De no ser así jamás, jamás, jamás los hubiera dejado ir tan lejos. Lo remarcó de manera enfática como quién subraya con resaltador amarillo un texto para no olvidarlo jamás. A esa altura faltaban cuatro pisos para llegar a la planta baja. No pude evitar pensar en los mellizos, cuán perturbador sería estar al lado de una persona que parecía un locutor de anuncios de radio, esos que al final de la publicidad tienen que aclarar las condiciones de venta del producto en el territorio nacional. Agregó que la mucama estaba feliz porque volvía a su país después de siete años, una persona excelente, que había sido una segunda madre para los chicos. Que jamás se hubiera imaginado que las cosas terminasen así, de golpe, en la pareja. Que sus padres tenían treinta años de casados y que entre ellos jamás hubo ni un sí ni un no, todo fluía como debía ser. Que ella le revisó el teléfono una mañana, mientras él se duchaba, y fue cuando supo que se estaba viendo con otra mujer. Que la amante se llamaba como ella y que el muy turro había puesto una foto matrimonial en su contacto para que ella, la oficial, jamás desconfiara de la trampa. Faltando dos pisos para mi liberación supe que mientras el varón canturreaba bajo el agua ella le leyó los mensajes de un chat hot que él se olvidó de borrar y que al salir del baño ya tenía dos camisas dobladas en la valija samsonite que lo llevaría al exilio . Que en la división de bienes la había favorecido, ¿ pero quién sanaría las heridas de su corazón? Fue cuando ella sacó de la cartera un paquetito de carilinas y lagrimeó. Nunca entendí cómo en un edificio tan transitado sólo estuvimos las dos en el cubículo metálico del comienzo al fin del viaje inolvidable. El llanto nos regaló quince segundos de silencio , el que traté de acompañar con respeto y una inhalación profunda, casi votiva, la misma que retuve como un buzo en aguas profundas cuando se me colgó del cuello para agradecer lo bien que le había hecho la charla. La charla en la que no emití ni una sola palabra. La charla que no había sido más que un monólogo, un aggiornamiento de la vieja catarsis. La que se repetiría en la vida cotidiana en los audios de whatsapp, pocos años después, con cientos de personas. El monodiálogo en el que el otro es una excusa y sólo existe la necesidad de una de las partes, sin reciprocidad ni ánimo de compartir nada y cuyo resultado nos hace sentir irremediablemente invisibles .
Imagen de Edmund Dulac