Recuerdo unas vacaciones en las que nos pasó de todo. Yo tenía tres años. Mi abuela había viajado desde Argentina a Brasil para cuidarnos. Mi madre, estresada por la enfermedad de mi padre, nos tiró a los cuatro al regazo de Celestina antes que apoyara las valijas en el piso. Avanzada a su tiempo, mucho antes de la existencia de internet, alquiló un departamento por teléfono, en la peor playa de la costa de Santos. Recuerdo la expresión de anonadamiento de mi abuela al ingresar al living oscuro y húmedo, después de haber subido con dificultad un primer piso por escalera . Aún me visitan las golondrinas de porcelana azul que adornaban la la pared gris, sobre el sofá de cuero marrón. Otávio, mi niñera adorable, tuvo un escalofrío desde el momento que ingresó conmigo en brazos al sucucho. ” No hay una sola imagen santa”, dijo y abrió aún más sus ojos saltones. Puedo recordar el aroma almizcle de su piel negra, que ante el peligro se volvía más dulzón.
Al día siguiente mi abuela enfermó y estuvo en cama por tres días. Llovía y llovía. Sugar, oh, honey, honey…sonaba por todas partes. Mi hermana mayor tuvo neumonia. El chofer que estaba a nuestra disposición, se accidentó. Pero nada de eso se comparó al gran acontecimiento de la temporada: en el balneario en el que estábamos, en plena tormenta eléctrica, murió un surfer, fulminado por un rayo. Dicen que tenía una pulsera de cobre en la muñeca izquierda y no se había retirado a tiempo del mar porque las olas estaban especiales ésa tarde. Días atrás lo había visto pasear con su tabla, llena de letras y un rayo azul pintado, que la atravesaba de punta a punta. Yo no sabía leer, pero hacía mis intentos.
Al día de hoy pienso si lo que atrajo el rayo fue la pulsera o el dibujo de la tabla. Y en cada cielo tormentoso lo imagino subido al rayo, surfeando las nubes, como un Thor flacucho de sonrisa perfecta.