Llegó el día. Finalmente, después de haber flotado en el Mar Muerto, conocido el río Jordán, renovado votos matrimoniales en Caná, conocer el Getsemani, el Cenáculo (idéntico al ambiente que Leonardo da Vinci pintó en la Santa Cena), Ain Karen (el sitio en dónde nació Juan Bautista), la Capilla de la Ascensión y de tener la oportunidad de una noche santa en el Monte de los Olivos, me tocaba conocer el punto álgido de la peregrinación, el Santo Sepulcro. Desde que la madre del emperador Constantino, Elena, en el siglo IV, se empecinó en recuperar los lugares santos de la cristiandad , reyes, santos, papas y personas de todo el planeta atravesaron mares y desiertos para llegar a la tumba de Jesús. Cuenta la Historia que varios milagros atestiguaron el hallazgo y que Santa Elena no volvió a Europa hasta certificar que cada enclave sagrado estaba seguro. Después de unos siglos vinieron las Cruzadas  y el califa Omar dio las llaves del lugar a una familia musulmana que diariamente, desde hace 13 siglos, abre  la puerta del lugar a las 4h30 a.m. La única excepción es el Jueves Santo, en el que las llaves pasan de las manos del musulmán al Vicario franciscano de la Custodia de Tierra Santa.

Los 20 peregrinos vestimos la remera azul que decía 800 años, ya que éste año se celebra la llegada de San Francisco de Asís a Jerusalem y el diálogo con el Sultán Al-Kamil. En 1219 San Francisco, en plena época de las Cruzadas, decidió viajar a Tierra Santa en contra de todas las recomendaciones de sus discípulos que temían que el sobrino de Saladino, quién gobernaba la región, le cortara la cabeza. No sólo no fue así, sino que el diálogo entre ambos permitió que los franciscanos sean hasta el día de hoy, los custodios de los lugares santos a causa de la amistad que nació entre ambos líderes religiosos.

La vía Crucis en la Dolorosa fue bella y austera. Nada de cruces ni disfraces, sólo los cantos de los franciscanos que se mezclaban con el mercado de compras en el que gente de todas partes  mezclaba fe , asombro y souvenires. De las quince estaciones, cuatro se harían dentro del emplazamiento en el que Jesús resucitó.

Tres Runas Eolh  me esperaban en la fachada principal del Santo Sepulcro. La bienvenida no pudo ser mejor. La Runa de la Protección, vaya saber cuándo fue tallada en la piedra milenaria, me esperaba como un cartel con mi nombre en un aeropuerto . Sara y el Padre Rafael nos guiaron para que no perdiéramos el paso. Ahí estaba la Piedra de la Unción, en la que José de Arimatea y Nicodemo prepararon el cuerpo de Cristo para la sepultura. Todo lo que toca ésa piedra se convierte de inmediato en reliquia. Sacerdotes griegos y armenios pasaban solemnes con sus inciensos y sus seguidoras se cubrían la cabeza. Los cantos se alternaron. Lámparas de aceite e íconos dorados revisten las paredes de la roca desnuda. Uno ahí se pierde en el tiempo. Un vórtice empieza a actuar contra nuestra voluntad y ya nada es lo que se pensó. Todo se vuelve sagrado y deja de importar si la capilla es ortodoxa, armenia o franciscana. Las cosas encuentran su sitio sin que nos demos cuenta y todo cobra otro valor.

Al día siguiente volvería al mismo lugar y al otro, y al otro, hasta que me fuera de Jerusalem. Vería cada capilla, la escalera de piedra , el Calvario, la Rotonda, la Capilla de Santa Elena , la del hallazgo de las reliquias y la Capilla de María Magdalena. Pondría cada objeto comprado para regalar a mis seres queridos  y las manos enteras en la Piedra de la Unción y me emocionaría nuevamente ante la Tumba de Jesús. Ya podía considerarme afortunada. Todo había adquirido un nuevo sentido . Nos abrazamos con los peregrinos al final de la visita  como si hubiéramos hecho los 42 km de la Maratón de Nueva York. Pensándolo bien, hicimos mucho más que eso: recorrimos de la mano más de dos mil años de Historia de una tradición cada vez más sagrada.