Mi madre no creía en el más allá y aborrecía todo lo que se relacionara con lo fúnebre. Al final de la vida quiso ser cremada y que sus cenizas estuvieran en el Panteón de Actores del cementerio de la  Chacarita. Su último deseo fue no ser visitada por ningún familiar o amigo.

En uno de sus viajes a la Argentina mi hermana Celeste se empecinó en llevarle un ramo de flores . A sabiendas que jamás hay que desobedecer el pedido de un muerto, le advertí que no cometiera semejante torpeza. No hubo caso. Nada la convenció de lo contrario. Allí marchó con determinación y un ramo de fresias multicolores. Lo que sucedió fue una sucesión de eventos que no hicieron más que confirmar mi teoría.
El Panteón estaba cerrado al público por limpieza general. Un día al año el responsable por el mantenimiento lo clausura para dedicarse a fondo a higienizar la planta baja y los dos subsuelos del predio. De manera muy poco cortés, el empleado le dijo que volviera otro día. De nada sirvió que mi hermana le explicara que venía de otro país, que era su último día en Buenos Aires, que no eran necesarios más que cinco minutos y que lo recompensaría por el favor. El tipo era implacable. Pidiendo que lo dejara trabajar, le indicó el camino de vuelta. Ella, taimada como pocas, decidió hacer tiempo y pasearse por tan agradable lugar hasta que el sujeto se retirara. Ya había pasado la media tarde¿ cuánto más podría demorar? Inspirada en el dicho “persevera y triunfarás” y haciendo oídos sordos a la consigna de nuestra madre, regresó al panteón media hora antes del cierre del cementerio. Vio la puerta entreabierta, bajó las escaleras al primer subsuelo y lo que presenció  casi la desmaya del susto . Ahí estaba el ogro, con balde y lampazo en mano, listo para comérsela cruda. A los gritos le dijo que si no se marchaba de inmediato, llamaría a la fuerza pública. Llegó a casa blanca como el mármol.
No podía ser distinto, pensé.
Nada más fuerte, contundente e irrefutable que el último deseo.
(Ilustra pintura de Andrey Remnev)