Hemos escuchado durante toda la vida que la familia es algo que no se puede cuestionar, alterar ni prescindir. El condicionamiento social que eso conlleva nos hace cautivos, muchas veces, de un corralito emocional del cuál pocos pueden escapar, aún cuando la perversión , el abuso y la manipulación sean los metales con las que se forjaron ésas alianzas. Mucho se habla de los drenajes energéticos ocasionados por aquellos que nos reducen a la servidumbre emocional: jefes, amores disfuncionales, amigos por circunstancias , colegas, pero pocos son los que se atreven a reparar la fisura ocasionada por padres, hermanos, cuñadas, abuelos , tíos y primos directos. Aislados con la pátina de la incondicionalidad, ésas relaciones primarias, creadoras de nuestra mirada del mundo, cuentan con una dosis de lealtad clánica capaz de tapar miserias, venganzas, violencias y abusos de todo tipo.
¿ Cómo saber si la familia le está arruinando la vida?
Primero, lo hacen víctima de sus inseguridades. En lugar de valorar sus méritos, marcan lo que no ha hecho. Ser el fuerte de la familia es un rol que no debe creérselo jamás. Está puesto en la medida de su ego, nadie le conoce mejor que ellos para quitarle lo que consideran que es del clan.
Acto siguiente, abusan de su energía, léase tiempo, disponibilidad o dinero. Para la familia tóxica nada alcanza. Se unen en la lealtad y cuestionarlos es criminal. En el caso de violaciones o abusos sexuales, tratarán de tapar el sol con las manos y de liberar a quienes lo hayan perpetrado. Ésas historias suelen repetirse por generaciones, dado que no han sido sanadas. Otro punto álgido es el relato . Los cuentos que se cuentan son distintos a los que ha vivido. Es que el discurso de una familia tóxica cambia según la necesidad del momento.
Usan a los niños como moneda corriente, los sacan y los ponen en escena usando los lazos de afecto que éstos generan con los demás, convirtiéndolos en rehenes de sus padres.
Si bien es sabido que una familia está compuesta por seres humanos imperfectos, la mirada dogmática y tradicional naturaliza interrelaciones capaces de producir un daño tremendo a quienes la padecen. Cuando es así, la mejor opción es cortar. La distancia será el puente que lo lleve a una vida más sana.
En una época en dónde la genética y la neurociencia pretenden explicarlo todo, lo vincular parece haber perdido terreno en las transformaciones sociales. La violencia de género no viene desvinculada de la familiar, el bullying no nace en los pupitres de la escuela, el abuso de autoridad no es territorio exclusivo de las corporaciones. Habrá que poner la lupa en la institución intocable, la inmaculada familia, en dónde tenemos los afectos más enraizados, en dónde aprendemos a interactuar, a confiar en el otro, a cuidarnos entre todos.
Si lo que recibimos es encubrimiento de la verdad, legitimidad del poder al que domina por el dinero o la violencia, si no nos toman en cuenta por lo que somos sino por lo que necesitan para la foto, es momento de decirnos la verdad y forjar otro destino. Lo hicieron Gautama, el Buda, cuando su padre lo trataba de engañar mostrándole sus riquezas para que él fuera su heredero y no siguiera la vida espiritual. Lo sufrió Jesús, cuando les dijo a María y a José “tengo que cuidar de los asuntos de mi Padre” habiendo desaparecido tres días entre los sabios del templo . Recordemos también a Krishna cuando en el Baghavad Gita luchó como cochero al lado de Arjuna contra toda su familia, que formaban un ejército . Quizá ésa sea la enseñanza que nos dejan los avatares para ésta época, plasmada de manera sencilla por el radioteatro de Alberto Migré, desconfíen de “esos que dicen amarse”.