Cuenta la anécdota que yo tenía seis meses cuando nos conocimos y vos, dieciocho años. Que tu madre te había echado de casa porque eras gay. Que deambulabas por la Alameda Itú, en pleno verano paulista y decidiste timbrear en el 499. Que te atendió mi madre y dijo, ya tenemos servicio, pero tengo una bebé, ¿te animarías a cuidarla? La anécdota no cuenta que se te iluminó el rostro y que al día siguiente volviste con tu bolsito para quedarte ¡23 años! Tampoco cuenta que entre tus pertenencias estaba el turbante verde y una kipá blanca que encontraste en la vereda y que usabas para las fiestas. También olvida que eras zezozo y que tu risa iluminaba más que el rayo solar. Que tu nombre de pila era José, pero te hacías llamar Otavio. Que me decías “hijita” y me bendecías todos los días por las mañanas. Que nos llevaron presos dos veces porque creyeron que eras mi secuestrador. Por vos conocí la comisaría antes de aprender a caminar. Por vos pasé los fines de semana en la villa cuando compraste tu casa y conocí gente real. Por vos le llevo flores a Yemanjá los dos de febrero y sigo grabando nombres en los pentáculos para ayudar a la gente, como me enseñaste. Por vos refloté el oficio de escriba, ya que nunca aprendiste a leer y no hacía falta porque estaba yo, que era tus ojos. Por vos tuve una fiesta de quince porque trabajabas por las noches en la limpieza del Banco de Brasil para pagarla, ya que casa no había un mango. Bailamos juntos el vals. Por vos tuve un anillo de brillantes minúsculo que me lo llevaron los chorros, hijos de su madre. Por vos supe que la alegría es el mejor remedio para toda herida y que no hay que hablar mal de nadie, jamás.  Hace unos años una vidente me dijo, Te cuida el espíritu de un africano fortachón, como si fueras una joya.   Mientras él esté, nada malo te sucederá. Fue el ser humano más libre que conocí, contesté mirándola a los ojos, orgullosa de mi único guardián posible.