El signo o señal distintiva que podían observar en ella era esa tranquilidad de acuarelista bucólica resignada a que los temas fueran los incendios o las destrucciones más o menos sistemáticas. Ella se sentaba a observar cómo las guirnaldas y otras formas apaciguadas comenzaban a dar curso a los torbellinos y vórtices. Hubo hasta quienes pensaron que la espera y hasta el éxito que solían coronar ese subterfugio imprevisible tendrían la desdicha de convertirse en ‘escuela’. Aunque su actitud demostrara lo contrario, no había en ella el menor deseo de agradar. Las veces que intentó hacerlo, no pudo conciliar el sueño. Una parte de su vida se destinaba a la pintura y a la docencia; la otra, pequeña y gris, durante décadas sólo tuvo un móvil: mantener clausurado el cuarto oscuro de la memoria. Para lograr esa hazaña atravesó tres matrimonios, dos internaciones por intoxicación y varias quiebras económicas. Pero desde que él apareció su vida pegó un vuelco. Ya no bebía hasta caerse. Ya no hacía papelones públicos. Él amortiguaba sus gritos por las noches sin hacer demasiadas preguntas. Limpiaba sus pinceles y secaba sus lágrimas, reponía tinturas y pagaba cuentas. El dinero era de ella, claro, razón suficiente para que lo tildaran de caza fortunas y aprovechador. Ofendido, se apartaba, silencioso , hasta que ella pedía que regresara.
Así pasaron los años, hasta que un día ella se dio cuenta que podía recordar escenas completas que creía amputadas, perdidas para siempre. El pasado empezó a volverse articulado y torpe, como una película del cine mudo. Recordó cuando su madre, a los seis años, la regaló al cura como si fuera un peluche. Revivió, impávida, el primer mes sin visitas en el internado y las Navidades junto a las monjas, cantando villancicos. Compuso escena por escena la crisis de asma a los once años y la carpa de oxígeno. La pasión por el dibujo (única disciplina en la que se destacó) y la vergüenza de vivir de prestado, sin nadie que le pagara la cuota.
Junto a él, que poco sabía de modales, los colores empezaron a regresar. Ya no eran la medicina que usó para mantenerse de pie ni la máscara de oxígeno que le permitía respirar. A punto de convertirse en leyenda, Lina Guedes, aliviada, abandonó la pintura y se fugó con su amor, sin dar explicaciones, cómo suelen hacer las estrellas y los profetas.
(Pintura de Yuliya Litvinova, Angels, 2020)