Cuando la senadora María Inés Pilatti Vergara discutiendo en la Cámara Alta el desafuero de Cristina Kirchner calificó de “señoras gordas” a las que habían ido a la Plaza del Congreso a la marcha 21A, no se percató que utilizaba un término machista que expresa el eje temático de  gran parte del bullying escolar. Olvidó por segundos que su crítica replica una idea que en progresión geométrica causa trastornos de alimentación que pueden derivar en la bulimia y la anorexia. Por defender una idea, olvidó que ella misma es una mujer y que sea del partido que fuere a todas nos duele que se nos califique por nuestros atributos físicos. Decirle “gorda” a alguien es de mal gusto y denota un prejuicio calificador y excluyente del club de los “lindos”.

          ¿ Qué hace que el discurso de alguien que llegó a uno de los cargos  más altos de la representatividad ciudadana se vuelque en contra de un segmento tan numeroso e importante cómo es el electorado femenino? Qué hace que nosotras, las mujeres, no podamos pensar desde la solidaridad y tengamos que utilizar conceptos que derivan del vocabulario de los varones antidiluvianos (dado que no todos piensan en la mujer como objeto) para manifestar lo que sentimos?
 El relato dominante no se instaló sólo en la prensa, en dónde el 75% de los cargos importantes lo ocupan ellos, sino también en los libros de texto que enseñan a nuestros hijos y en las empresas, en dónde debemos mostrar mayor eficiencia para equipararnos en cargos altos, a menor sueldo. Tristemente, vemos con asiduidad a mujeres que han triunfado, volviéndose en contra de la red femenina que las han sostenido.
La igualdad no proviene de las leyes de cupos , sino de la conciencia incorporada al gesto, a la acción y a la palabra. Mientras utilicemos armas de destrucción subliminal a la autoestima, cosificándonos, no llegaremos a consolidarnos como fuerza constructiva de un país en dónde hombres, mujeres y transgéneros se respeten por sus ideas y no por sus apariencias.