Pensar por uno mismo no es tarea fácil. Agradezco a quienes me hicieron menos ignorante de lo que soy y dedicaron su vida a ayudar a los demás . No todos fueron profes de la universidad, aunque los ha habido, como Coelho, el de artes gráficas, que nos preparó para un mundo nuevo, sin denostar la linotipia y el IBM composer. Su enseñanza fue todo viene con un pasado que hay que tratar de conocer. Agradezco al linyera de Chacabuco, don Zoilo, que se murió el día en que ganó la lotería, ingresando al cielo con el billete premiado en mano; a la maestra de primaria Neide de segundo grado, que habiendo olvidado el portugués por mi larga estadía en Buenos Aires, me lo recordó secándome las lágrimas; a Claudio Duarte, primer profe de Yoga, que le cortó la cabeza a mi foto preferida para que empezara a pensar con el corazón . El ejercicio no terminaba ahí. Había que pegarlas con cinta scotch, por separado, en la puerta de la heladera. Mi gratitud al ciego a quién le doy propina , don Antonio, que me bendice aunque no me vea y alaba mi perfume.
Algunos de estos héroes los sigo tratando, otros fueron invisibilizados por el tiempo ( se convirtieron en guardianes de la memoria) pero ninguno de ellos supo lo importante que ha sido su consejo, ejemplo o el simple gesto en el momento oportuno. Así sucedió con Margarita Schuman, mi garante cuando alquilé por primera vez, a los veinte años. Confío en vos, dijo, llenándome de responsabilidad y orgullo. Mi gratitud al jardinero del museo de enfrente de casa que me alcanza una flor, en silencio, para no interrumpir mientras escribo, a la moza del café de la esquina, con tonada caribeña, que ama su trabajo y lo hace con gusto. Una mención especial a los lectores del Panóptico que hacen posible la inspiración diaria y me desafían a no repetir conceptos e ideas ajenas, sino a cultivar las propias y a compartirlas. Agradezco y honro sus presencias.
(Obra de William Margetson, The sea hath its pearls)