San Pablo es mi punto cero, la ciudad en que nací. Las dos horas de avión que nos separan alcanzan para jugarle tres partidas de ajedrez a la computadora, hacer una escala antes de cruzar el Atlántico y calentar los motores para escribir algo nuevo, aprovechando el poco tiempo que uno está cerca de los dioses. Hace una década que Sampa dejó de ser el destino final de mis circuitos. La palabra Guarulhos , antes localidad en dónde mi madre tenía unos terrenos , hoy evoca en primera instancia al aeropuerto internacional con mayor tránsito aéreo de la región. Cada vez que aterrizo en la pista pienso estar aplastando la huerta y la casa de fin de semana que soñó mi vieja y que el gobierno expropió sin titubeos para la construcción de la mole, dándole a cambio un sánduiche y una coca. Nadie entiende por qué la zona con mayor concentración de tormentas y menor visibilidad de toda la región fue elegida para ser la puerta de entrada de la mayoría de los extranjeros que hacen negocios con Brasil. Misterios imposibles de develar. Mi madre decía que fue a causa de sus terrenos: que una inversión le haya salido mal era la señal inequívoca que la Tierra seguía girando alrededor del Sol.
Atravesarla, sobrevolarla, perforar las nubes que la cubren no alcanza para borrarla del mapa emocional. La decisión de no visitarla más , tampoco. El lugar en el que abriste los ojos por primera vez y viviste dos décadas y media te reclamará de por vida. En mi caso, sucede cuando los días son cálidos y húmedos ( con lluvia intermitente), cada vez que siento el aroma a café molido, cuando presencio la lucha entre una caléndula y el cemento, toda vez que saludo a una vecina y a su perro Bacán, un fox paulistiña de moda por estos pagos, cuando huelo el maracuyá en la frutería de Enrique, cuando escucho a Rita Lee y en los días en los que algún amigo pide que vaya a visitarlo. Cada tanto me pasan cosas con San Pablo inexplicables, esas que se asemejan a meternos en un gusano , ese fenómeno de la cuántica en el que se pierde la noción del tiempo y el espacio. El otro día fui al Banquete, la librería de usados de la calle José Hernández a buscar un encargo. Antes de cruzar la puerta para volver a la oficina, obedeciendo al instinto que aprendí a no desoír, miré de reojo el estante de autores latinoamericanos y vi un ejemplar que titilaba con luz propia. Ahí estaba él, Mario de Andrade y sus Obras completas, de la mano de todos los personajes que participaron de la Semana de Arte Moderno, la misma que cambió la cultura popular brasileña para siempre. Por un segundo se me cruzaron por la cabeza todas las canciones de la Tropicalia de Caetano Veloso, Gilberto Gil e Gal Costa, la Jovem Guarda de Erasmo e Roberto Carlos, el Cinema Novo de Gláuber Rocha e imágenes de su Terra en transe, el Teatro Brasileño de Comedia con su musa Cacilda Béquer y todos los colores de la paleta de Tarsila do Amaral, la pintora más representativa del movimiento . Tantas generaciones de artistas de la mano de su líder indiscutible desfilaron ante mis ojos. No pude hacer otra cosa que cerrarlos y dejarme llevar por ese vórtice . Luego, ya recuperada, pagué sin chistar lo que pedían y volví con toda la ciudad , sus parques, montañas y rascacielos, apretujados, en mi mochila.
Ilustra Abaporu, de Tarsila de Amaral.