Durante más de cincuenta años reflexioné sobre el amor, ya que cumplí cincuenta y tres y me enamoré por primera vez a los dos años. Se llamaba Juan, era amigo de mi hermano y me triplicaba en edad, tenía seis años. En su fiesta de cumpleaños de siete ocurrió mi primer desliz amoroso. Es anécdota familiar cómo me ruborizaba cuando él aparecía , motivo de risa de los adultos. Él me trataba con dulzura y era muy protector. Gran decepción, me dormí en la falda de mi nana cuando cortaron la torta y apagaron las velitas. Es cierto, desde que nací duermo como un tronco. Ahora el amor no me agota tanto, pero es cierto que uno va adquiriendo entrenamiento a lo largo del tiempo.
Más que el gimnasio, más que la jornada laboral, más que la vida social, el amor se lleva todos los premios en lo que respecta absorción de nuestras fuerzas. Para las mujeres, es la alquimia que nos lleva a cuidar a siete hijos y al mismo tiempo trabajar, a hacer arte, a filosofar, a cuidar enfermos, a parir y a sepultar. Creo que para los varones ha de ser parecido. Por fortuna es una energía multiplicadora, el que más ama, más fuerzas tiene.
Cuanto al amor incondicional, el menos comprendido de todos, dista mucho de ser lo que se cree. Es amar pese a todo, sin las condiciones ideales. Es amar sobre la ley y el orden, sobre las maldiciones, sobre las diferencias. Es el amor que supera toda previsión, el inconfesable, el ardiente, el de alta gama. No es permitir que el otro nos maltrate. Ojalá podamos alcanzar, alguna vez, el amor incondicional y esparcirlo para que dé fruto ciento por mil.