En mi adolescencia el PT era el partido de los que creíamos en un futuro mejor. Hacíamos boca de urna a escondida en las elecciones, Lula era un sindicalista del gremio de metalúrgicos que nos hacía reír por su falta de conocimientos del idioma portugués y nos enternecía con sus sueños de justicia social. Lo amábamos. La estrella roja y blanca estampaba nuestras remeras y en nuestros corazones.

     El tiempo pasó. Luis Ignacio da Silva se facetó y brilló como un diamante. Aprendió a hablar y a escribir sin errores de ortografía Llegó a ser presidente una y otra vez. Creó conciencia social, fundó universidades federales, hospitales, urbanizó cientos de favelas, les dio cloacas,  agua, luz y creó planes sociales que sacaron a millones de personas de la pobreza. El que frecuenta Brasil por uno u otro motivo, vio por primera vez a los pobres dignificados. Tristemente, uno no es el forjador de su destino. Es hijo de un tiempo histórico. Actualmente, una época en la que la corrupción en Latinoamérica lo devora todo lentamente.
      Estoy convencida que Lula es inocente. No así su entorno político,  que robó a cuatro manos.  Cuando veo que lo condenan por haber adquirido un departamentito de cuatro ambientes sin tener toda  documentación en regla y lo comparo con el desfalco millonario que hizo Cristina Fernández de Kirchner con sus testaferros, en la que se comprobaron estafas, empresas fantasma, inmobiliarias truchas, mataron a un fiscal y negociaron con terroristas, se me revuelve el estómago. Ella asiste el espectáculo por tevé, muerta de risa en su banco de senadora.
        Un hombre digno estará tras las rejas y su error, su peor delito, fue no haber tenido asesores a la altura de sus convicciones.