Lo único que debiera preocuparnos  dejar a nuestros hijos, sobrinos y alumnos para el futuro es la pasión. Más que propiedades, pólizas de seguro , autos alta gama o contenidos llenos de teorías, tendríamos que pensar en dejarles como herencia la fuerza de la runa Kenaz,  la vitalidad. Un millón de dólares, diez o diez millones, sin ganas de vivir, de nada sirven.

La pasión es la frutilla del postre, el hidrógeno de la molécula de agua, la sal de la vida. La primera runa de fuego del alfabeto Futhark, también conocida como Ken,  no solo marca la química en la piel entre dos personas, la que cantan los trovadores de todos los tiempos y da nombre a la flor del maracuyá, sino que indica la presencia de la fuerza que hizo que Darwin se embarcara con Fitz Roy a la Patagonia, la que permitió que Isadora Duncan cambiara la historia de la danza, la que inspiró a que Picasso pintara como los dioses hasta los noventa años. Y no hace falta que me reporte a los íconos de la cultura occidental para evocarla. El  que se salva de una enfermedad terminal la conoce, es su amigo el maestro rural que todo lo da  para que sus alumnos aprendan, la señora que deja su casa para ayudar en el comedor del barrio, el que descubrió una estrella , el niño aficionado que desenterró en la playa un hueso de dinosaurio. Apasionados son los que cosechan en el desierto y los que seguimos amando a la Argentina, pese a todo lo que aquí sucede al día de hoy. Porque la pasión, queridos lectores, es la sustancia con la que se construyen los sueños y la que nos permite renacer desde las cenizas, como el Ave Fénix.

(ilustra pintura erótica de Mateja Petkovic)