Corrían los tiempos del rey sabio, al que no le faltaban las respuestas para todas las preguntas ni solución para los acertijos más complejos. Una mañana, mientras impartía justicia en el salón dorado, entró una abeja y se posó sobre su brazo derecho, en la manga del atuendo real. Rápidamente, treinta asesores se acercaron para matarla, con miedo a que lastimara al rey con su aguijón. Él, piadoso del pequeño cuya vida pendía de un hilo, tomó un vaso de cristal, lo posó sobre la abeja y la encaminó hacia la ventana, liberándola al jardín.
Días después , de manera imprevista, recibió a la reina de Saba, la mujer más importante de su tiempo. Venía a proponerle un desafío. Había traído del palacio a diez artesanos eximios , capaces de copiar cualquier pieza con la gracia y la forma del objeto original. El reto consistía en fabricar noventa y nueve rosas rojas y mezclar entre ellas una sola nacida en los canteros reales. Salomón tendría que descubrir , entre las cien , cuál era la flor que había hecho Dios y cuáles estaban hechas por el humano. Sin pensar cómo dilucidaría el enigma, confiando que las señales le serían propicias, aceptó el desafío.
Al otro día, en el mismo salón , vio dispuestas las cien rosas delante del trono, cada una más magnífica que la otra. A simple vista, era imposible distinguirlas por la perfección del trabajo realizado por los artesanos de Saba. Contemplándolas, embelesado, pidió al guardián que abriera la ventana para que corriera aire fresco y , en ese momento, una abeja entró al recinto y se posó sobre una flor. Sonriendo, Salomón no tardó en darse cuenta qué estaba sucediendo. Fue así cómo el rey sabio reconoció la rosa original entre las noventa y nueve falsas.
Moraleja: no hay ser tan frágil y pequeño que no pueda ayudar a otro ni tampoco uno tan grande y poderoso que no necesite ser ayudado.
Ilustra imagen de Giambattista Tiepolo (1696-1770)