¿ Para qué tener cien pares de zapatos, cuatro autos, catorce casas? Qué hace que uno quiera todo para sí, a cualquier precio?

        La ambición es la energía madre del fraude, del robo, del saqueo. Nunca se puede saciar. Cada vez que su copa está por llenarse, vuelve a escurrir el veneno por los pequeños orificios y es menester volver a completar la dosis. Es la que no deja que el jugador se vaya de al lado de la ruleta, aunque haya ganado; la que tratará de beneficiarse sin sacrificar nada a cambio, la que busca la ventaja de noche y de día, de manera incansable.
       La mente ambiciosa nunca descansa, siempre está ocupada, inquieta, demandante. Esclaviza a su dueño, que busca aplacarla con todo tipo de artilugio. Pero ante el nuevo modelo de auto, la computadora de última generación, crucero cinco estrellas, con la ilusión de satisfacer el vacío que jamás pudo llenar, vuelve a la carga estirando más y más el brazo, hasta tocar el borde, el hilo de eso que él creyó suyo, hasta atraparlo. Pero la ambición no es una emoción que se deja dominar así nomás. Se escabulle del que cree ser feliz a su lado, generando nuevos deseos inconfesables en aquél que ya no puede vivir sin ella. La ambición va por todo, siempre. Es el camino contrario al amor, que jamás es interesado, mental ni estratega. El ambicioso no tiene tiempo para amar. Es esclavo de un sentimiento narcótico, que lo inhabilita y lo transforma en una víctima de sí mismo.