Mary Beard , la autora y catedrática emérita en Cambridge y editora de Historia Romana en el Times Literary Supplement en su nuevo libro Emperador de Roma, en el que cuenta la vida intrincada y fastuosa de los 26 gobernantes del antiguo Imperio que abarcó desde Finisterra hasta Turquía y norte de África hasta Reino Unido, comenta el terror de esos hombres que se sentían semidioses a las brujerías y maldiciones humanas. Los augurios y sortilegios en los primeros siglos de la era cristiana eran moneda corriente y ese miedo no era infundado, ya que, desde Julio César, fallecido en el 44 a.C, hasta Alejandro Severo, en 235 d.D, todos murieron asesinados o por causas sospechosas. Han pasado dos mil años y el poder y el miedo siguen de la mano, como en la época de Calígula y Augusto.

¿Por qué el ser humano busca el privilegio de la fama y la distinción social, los bienes y la opulencia, si, luego de lograrlos vive aterrado con lo que conquistó? Sabemos que la tranquilidad no proviene de la materia, aunque la sociedad de consumo nos inste a creer en la cobertura de las pólizas y el sistema de medicina privada, en los laboratorios y en las empresas de vigilancia, que crecen a pasos agigantados a causa de nuestros achaques y miedos. Consumir y consumirse pasan a ser homónimos unidos en un punto que va más allá de la fonética, hermanos siameses que comparten una misma columna vertebral, llamada ansiedad.

Escucho casi a diario una misma pregunta que no deja de sorprenderme. La comunidad de los buscadores de respuestas, como suelo llamar a los consultantes, es variopinta en género, raza, edad, credo, lugar de nacimiento y condición social. Sin embargo, todos ellos reconocen que existe una fuerza que gobierna el mundo que va más allá de la razón y que se expresa a través de los signos. Creen en el poder del símbolo, por lo tanto, suelen ser personas de fe. La pregunta que los inquieta es, ¿alguien me ha hecho un daño? ¿Existe el mal? ¿Tengo un trabajo oscuro que me impide ser feliz, alcanzar mis metas? Una cultura basada en la acumulación de poder no tiene nada de inocente, promueve la rivalidad, la codicia, la envidia y el snobismo.

La mala energía existe y nuestra aura sí puede verse afectada por ella, pero hay solo dos maneras en la que las energías del mal penetran en nuestra capa protectora. La primera es por derecho y la segunda, por ejecución. Por derecho implica que nuestra aura, que tiene forma de cúpula y es del tamaño de nuestros dos brazos abiertos, esté dañada por el mal perpetrado por nuestros propios actos, en otra palabra, por la reiteración de nuestros pecados. Ellos resquebrajan y debilitan las capas lumínicas del aura formando una o más grietas. Esas ranuras nos exponen a la energía tóxica del entorno y es la causa de la mayor parte de nuestros malestares. Si nos ocupáramos de hacer el bien y no mirar tanto nuestras necesidades, correríamos mejor suerte. La segunda forma, por ejecución, es la maldición o el hechizo, sea por encargo (trabajo de templo) palabra o intervenciones chamánicas. En este grupo entra desde el mal de ojo hasta el vodú. Si bien la manera de ingresar y destruir el aura es igual que la primera, partiendo del principio que todos tenemos faltas cometidas, la intención y tiempo dedicado a la intervención es enorme. El factor diferencial entre las dos es que casi siempre obra un tercero para que eso suceda.

Chico Xavier, un sanador brasileño que llegó a ser propuesto para el Premio Nobel de la Paz por la su obra comunitaria al ser interpelado por una señora con esta misma pregunta, contestó, Cuando una muralla tiene un hueco y le tiran una piedra, con fuerza y buena puntería, la piedra entra. No obstante, cuando la muralla es íntegra, la piedra arrojada no la atraviesa, sino que hace el efecto contrario, rebota. 

Reparemos nuestra aura y fortalezcamos nuestras convicciones para que no entre ninguna piedra al voleo.