Había una vez un reino en el que había una fuente encantada. Habladora como pocas, dejaba a los visitantes con la boca abierta porque era capaz de contar las historias más bellas, todas distintas y sin repetir ninguna: eso sí, siempre y cuando le arrojaran una moneda de oro.

Tal era su fama que príncipes y reyes de Occidente, marajás, emires y emperadores de Oriente iban a visitarla.
Un día, maravillado, se asomó a la fuente un niño que no tenía ni un cobre. Miró sus peces esculpidos en piedra, las rosetas, los pájaros que bajaban en vuelo rasante para beber el agua más pura de la región y sintió un deseo profundo de escuchar la Voz de la fuente. Como no tenía nada que arrojar, se le ocurrió cantar. Cantó tan dulce y hondamente que desde las profundidades comenzaron a brotar a la superficie monedas de oro, anillos, gemas preciosas y, de pronto,  escuchó  una voz  que le dijo:
_ Pídeme lo que quieras niño, porque tu corazón es un templo de riquezas y tu voz la llave para que este viejo espíritu pueda descansar.
Cuentan que a partir de ese día la fuente no habló más . También se supo que un niño sabio llegó al pueblo, que vivió más de mil años allí escribiendo cuentos y canciones para que no se las llevara el viento.
( Ilustra obra de Joan Miró)