Ni oro ni campos. Un gato. Heredé un gato siamés de doce años que no entiendió cómo le cambiaron el escenario en el que se movió toda su vida de un día para otro. Su dueña, una señora mayor, se cansó de cuidarlo y con la legitimidad que solamente saben tener las abuelas, me lo envió con cucha, manta y libreta de vacunación. Durante el transcurso del primer día el felino creyó que había aterrizado en una veterinaria. Al ver que no le cortaron las uñas ni lo bañaron, desistió de estar parado en la puerta, esperando que lo vinieran a buscar. El segundo día fue el más desolador. Sin comer ni beber, era inútil que tratáramos de hacerle caricias. Tomy, así se llama la herencia, estaba inconsolable y ese estado le duró semanas. De a poco se fue animando a entrar a las habitaciones, regularizó su alimentación y tomó confianza. Una mañana, mientras practicaba mis asanas, escucho el maullido de un tenor. Nunca había escuchado un gato que maullara así. Grave, compacto, afinado, la herencia emitía un sonido más que agradable. A la pregunta recurrente ¿ cómo alguien puede abandonar a su mascota? le sumé de inmediato ¿ cómo prescindir de éste maullador exquisito? Le siguieron las noches frías de arrumacos junto a la salamandra, el juego del lápiz a contrapelo y las primeras salidas al balcón. Confieso que nunca pensé en devolverlo, pero pasados tres meses de su llegada, aunque su anterior dueña me lo pidiera arrepentida y de rodillas, no lo entregaría por nada del mundo. Aprendemos algo nuevo uno del otro todos los días, pero estoy cayendo en la cuenta que lo que Tomy me vino a enseñar es que nunca es tarde para el encuentro entre dos seres que lo único que tienen en común, es el hecho de estar vivos.