Si en lugar de decirle a una persona deprimida, salí de la cama, le dijésemos, vamos a pasear; si en vez de reprocharle, necesitás un tratamiento urgente, fuéramos piadosos y  le reiteráramos nuestra presencia incondicional; si en lugar de increparla con frases lapidarias como, ¿hasta cuándo ésto? la llamáramos por teléfono para saber cómo se siente ¿ no habría más  oportunidades para la sanación? Qué tal si en lugar de marcar el pesimismo de aquél que está hundido, le mostráramos la perilla de la luz y lo alentáramos a seguir adelante, desde la convicción de que todo mejorará?

Nos cuesta hablar de emociones profundas, estamos hechos por la sociedad para bucear con snorkel, cuando el mar profundo es mucho más lindo de lo que podamos imaginar. Y nos espera. El deprimido no es el otro, es el espejo de nuestras propias inhabilitaciones. Si mirásemos al prójimo como reflejos de uno mismo, la depresión dejaría de ser un tabú mal maquillado, el “cuco”  de la familia, el pájaro enjaulado del alma. Sabríamos que por algo está ése ser sufriente en nuestras vidas, que no es casual que su pena me aqueje. Dejaríamos la visión sesgada que nos hace sentir tan fabulosos, mientras el otro no logra salir de su laberinto.
 Sólo cuándo éso suceda se encenderá la llama sagrada  del encuentro.  Y en lugar de la dolorosa frase ,no dramatices, podremos decir ,quiero verte bien, sos importante para mí, todo pasa para que nos fortalezcamos juntos.