Corría el mes de diciembre del año 1994 y los médicos ya habían desahuciado a mi madre que padecía un cáncer de útero con metástasis . Ya no había mucho que hacer. Mi hermana Flávia viajó desde Brasil para cuidarla, de a poco fuimos comunicándoselo a amigos, familiares  y  admiradores. La larga trayectoria de mi madre Élida Gay Palmer en el cine argentino y brasileño no le impidió incursionar en las letras. Inquieta, publicó libros, escribió guiones, enseñó y su pasión por el arte escénico la llenó de amigos y de fans. No obstante, el drama familiar estaba desatado y las benditas Fiestas no hacían más que angustiarnos. Celebrar se había transformado en un verbo que solo podía conjugarse en el pasado. Ella, con mucho criterio, se negaba a participar de cualquier mesa. Las hijas no la dejaríamos sola, así que armamos un plan para pasar juntas la última Navidad. Atea y leninista, ningún consuelo encontraba mi madre en la religión.
          El momento tan esperado llegó. Abrimos un vino y cenamos tratando de sortear la tristeza. No faltaron los mimos de las enfermeras y los saludos de los médicos. Vinieron algunos parientes y después que se fueron todos, a la hora del pan dulce, mi madre puso a Frank Sinatra en el reproductor de casets,  miró las cuatro paredes impolutas y con su humor característico, nos dijo: _ Esto no será Nueva York , hace un poco de calor,  pero no podrán decir en el futuro que no les hice vivir una auténtica  Navidad Blanca …