El tablero de ajedrez era para ella un idioma anterior al lenguaje. Recordaba a su padrastro armando las piezas como un joyero engarzando una pulsera, diferenciando una de otra casi sin mirarlas. _ Algún día te enseñaré, le decía con una sonrisa, haciendo más largo el tiempo inmutable en el que transcurre la infancia. A ella le tocaba mirar y aunque pareciera no comprender, algo de esas aberturas y jaques se habían metido en los recovecos del cerebro. A los siete años jugaba como un adulto. Era la atracción del club de ajedrez del pueblo en el que creció. Los adultos se ponían en fila, esperando su turno en el matadero. Los que habían resucitado no podían evitar el disfrute, la sonrisa socarrona en el desenlace de los siguientes. Ser derrotado por la niña prodigio había generado una forma de hermandad.
Ganó premios, fue a la televisión y conoció el mundo con el tablero debajo del brazo. Su familia la acompañó mientras pudo. A los veinte años, ya vivía sola en otro país. Fue cuando recibió la noticia que su padrastro había muerto a causa de la cirrosis. Él, su maestro incondicional, quién había amado más que a su propio padre ya no estaría para acompañarla. Sin titubear, tomó pieza por pieza y las acomodó cada una en su lugar: los peones protegiendo a las piezas cortesanas, la dama al lado del rey, los alfiles, caballos y las torres custodiando las esquinas. Abrió con el peón cuatro rey, cómo el le había enseñado y esperó en silencio. No se sorprendió absoluto cuando el peón negro empezó a moverse por sí mismo, como si de un tablero electrónico se tratara.