A lo largo de la historia los laberintos ejercieron una verdadera fascinación en los seres humanos. De ladrillos o de tullas, techado o al aire libre, su recorrido es siempre un desafío a quienes decidan recorrerlo. Hesequio cuenta que el primero fue construido por Hefesto, divinidad de la forja, hijo de Zeus, en la isla de Lemnos. El más famoso es el que encerró el Minotauro, hijo del rey Minos y Pasifae, hombre con cabeza de toro que su hermana Ariadna ayudó a matar por amor a Teseo. El carretel de hilo permitió salir del problema, pero los metió en uno mucho más entreverado de lo que la princesa pudo imaginar. Tras usarla para cumplir con su objetivo, el ateniense que le había jurado amor eterno la abandonó en una isla desierta, librada a su suerte.

No es cuestión de burlar el laberinto. Hay que saber salir de él por iniciativa propia.
En la catedral de Chartres, a pocos kilómetros de París, está el laberinto más famoso de la actualidad. Es abierto, tallado en el piso y data del 1220. Está compuesto por once vueltas y siempre nos lleva al centro. Algunos se ponen de rodillas al completarlo. Otros, simplemente elevan una plegaria. Cuando uno logra atravesar esa experiencia, en apariencia tan sencilla, la vida se modifica de manera contundente. Me preguntarán en silencio ¿ y por qué? Porque los laberintos, panópticos,  son el dibujo fiel de nuestro cerebro. Poder recorrerlo a conciencia es meterse en el paisaje más complejo y salir de él siempre, siempre  es un milagro.