Olvídense si pretenden leer en ésta columna que la vejez no existe, que viejos son los trapos, que todo es una cuestión de actitud y  el palabrerío archiconocido  que intenta mitigar la angustia que provoca el paso del tiempo. Existe. Lo comprobé ayer cuando fui a ver una banda de rock internacional de los años ochenta.

        Los únicos jóvenes que vi alrededor eran muchachas que acompañaban a los señores  fastuosos, uno que otro adolescente invitado por sus padres y los vendedores de remeras y gaseosas. Ni hablar de los músicos , sesentones que lucían  tatuajes ya tenues en la piel floja y sus pancitas crónicas.
        Desde la butaca en la tribuna vi tantas cabeza peladas que creí estar en una cancha de bochas. Los que aún no asumieron su condición de calvos lucían hermosas boinas de colores que le daban al conjunto un toque “casual”.  Algunas plus 40, fieles a la moda actual de no teñirse el pelo, parecían las madres de los hombres con los que , de pronto, se fundían en un largo beso en los temas más románticos. . Otras preferimos hacer honor al proverbio “de espaldas, liceo; de frente, museo”, pero nada alteró la alegría de poder escuchar en vivo, en una ubicación VIP, a mi banda preferida. Ese privilegio , casi siempre, también llega con los años.