Se llevó los pulloveres y las botas altas, la almohadilla térmica, el té de gengibre para la tos, se llevó las aspirinas, el cubrecama de nube, el fuego de la salamandra, los chuchos y la sopa.

 Se llevó los guantes de lana, el sol del aire acondicionado, las piedras calientes, la manta en el sofá. Se llevó la silueta que nunca fue perfecta, las ganas de dormir hasta más tarde, la manteca de cacao para los labios. El invierno se llevó el dólar a la estratosfera, la sonrisa de los que aman el frío, las poleras, el puchero, el muñeco de nieve y los esquíes , la radiografía de los árboles y la ubicación precisa de los nidos de los horneros. Se llevó el vaho de las palabras cuando salen de la boca, los atardeceres a mediatarde, la fiaca y el trasero en la estufa. El invierno se llevó los meses de julio y agosto completos y un trozo de junio y septiembre. Se llevó mis cincuenta y tres y me dejó como peludo de regalo los cincuenta y cuatro para que nos vayamos conociendo. Se llevó unas cuántas preguntas que no me atreví a hacer y a cambio me dejó el enigma de la piedra filosofal ¿ cuánto vale el mérito de haberlo atravesado sana y salva?
(ilustara un cuadro de Mondrian)