El pequeño Da Vinci fue hijo ilegítimo de una campesina y de un notario. A los cuatro años lo trasladaron a la casa paterna porque la esposa de su padre no podía tener hijos. De no ser así, probablemente fuera un bastardo más.  Injusticia va, injusticia viene, así se ha escrito la historia del mundo… En su diario íntimo él cuenta que el primer recuerdo que guardó en su memoria fue el de un buitre que aleteó sobre su boca, estando aún en la cuna a la edad de dos años. Tres siglos y medio después el creador del Psicoanálisis, Sigmund Freud, admirador a ultranza de Leonardo, analizó el recuerdo del gran pintor del Renacimiento italiano. Cuando un genio piensa a otro da a luz a un  portal secreto por dónde emana la energía creativa sin cesar. No atravesarlo es un pecado mortal.

Freud cuestionó el recuerdo, dijo que no existió como tal, sino que fue la recreación de una psiquis que trataba de ocultar la condición homosexual del artista. Después de una exhaustiva búsqueda por los mitos romanos y egipcios, descubrió que el buitre era considerado en el pasado un pájaro hembra que se hacía fecundar por el viento. Y que la palabra pájaro, en muchas culturas, es metáfora de falo. Ucello, hasta el día de hoy, es una manera poética en italiano de nombrar el órgano sexual masculino.
Leonardo sólo aceptaba en su atelier a jóvenes bellos y hasta determinada edad. Quizá ésa sea la razón por la cuál no dejó discípulos, el talento no era lo que más le importaba. Y como si eso fuera poco, Oscar Pfister, contemporáneo de Freud,  pudo ver en el cuadro Santa Ana y la Virgen el rompecabezas inconsciente en dónde surge, entrelazado entre madre, hija y nieto, la imagen del buitre cuya cola roza la boca del Niño Jesús. Quién tiene ojos para ver, que vea. Los secretos, por más escondidos que estén, tienden a salir a la luz.