Recibo al menos una información por día sobre animales perdidos. Debo tener un imán que atrae ése tipo de noticias. Según mis amigos, falta poco para que me compre el terrenito y me ocupe de los cuadrúpedos desterrados. No estaría mal, reconozco que me gustan los animales. Todos: los salvajes, los domésticos, inclusive el hombre. A sabiendas que son muchos los mamíferos pensantes que actúan como yo, se ha desarrollado un comercio vil de perros y gatos que surten las veterinarias locales y los venden en cómodas cuotas. Ésos animales nacen en caniles mugrientos, con padres subalimentados y ninguna supervisión sanitaria. Los perros aúllan día y noche de hambre y las madres no terminan de parir para que vuelvan a preñarlas en el próximo celo. La moda del “bulldog francés” o del “schnauzer” que tanto enorgullece a los dueños da cabida a un sinfín de infortunios para los que no tienen raza, satura el mercado y alimenta el comercio paralelo. No debiéramos comprar animales, discriminarlos por si tienen o no pedigree… Tampoco debiéramos descuidarlos. Una mascota no se pierde, el dueño la pierde. Recordemos que la domesticación les quitó gran parte del instinto a cambio de la convivencia con el ser humano, pero no perdieron la territorialidad.

Irse de vacaciones con ellos implica someterlos al territorio de otros animales, callejeros y locales,  que le serán hostiles cuando se aparte de la familia. Pasearlos sin la correa los puede desorientar, principalmente si ya son grandes. No todos los perros atraviesan las ciudades para regresar a sus hogares, la mayoría se extravía.
Su único territorio seguro es con quiénes conviven. La diferencia entre un animal amado y uno que sirve al status del dueño es que el primero reconoce el cuidado que le brindan y lo devuelve con enorme gratitud. Los de la opción B hacen valer su condición de perrijos herederos de la vanidad.  Sus vidas son cortas, hagamos todo para que la pasen lo mejor posible junto a nosotros