Quizá para ser felices debiéramos hacerle menos caso a las frases comunes de los reenviados de whatsap y mentirnos menos. Dejar de creer en los ilusionistas y disfrutar de los conejos que saca de la galera, a sabiendas que son un espectáculo y nada más . Bajarnos del ego y disfrutar  lo simple, saborear el pan, darnos más satisfacciones que latigazos. Quién sabe habría que asumir esos kilos de más no molestan tanto, que la lucha contra el cigarrillo la perdimos, que nos encanta estar solos (¿ por qué no?) y que tenemos fantasías secretas, inconfesables. Puede ser que les haya sucedido: cuando éramos “perfectos” fuimos irremediablemente infelices.

Todo hombre tiene derecho a enamorarse de la fea (o del feo) y miente la mujer que no se haya torturado alguna vez por el ideal de belleza que le  impuso la moda. A nadie le sale fácil el idioma que aprendió siendo adulto y no hay nada de malo en detestar el regatón.
Cuando mi madre tuvo cáncer extrañaba su vello. Lo combatió desde que tuvo uso de razón y tras la segunda quimioterapia no pensó en otra cosa que en recuperar sus pelos. Lo confesó a viva voz, sorprendida de sí misma.
La honestidad nos ilumina el paso, es capaz de abrir ventanas clausuradas hace siglos. El que no se anime a dejar entrar el aire puro, que siga abanicando el tufo. Algún día, sin darse cuenta, tendrá la necesidad de apagar la tele, dejar ésa relación infausta o de  subirse a un avión para conocer paisajes de ensueño. Quizá el ser exitoso no sea el objetivo de vida más elevado. Tener niños no sea tan espectacular. Llegar a la vejez no traiga la sabiduría anhelada. No obstante, sea para seguir como estamos o pegar el volantazo, animémonos  a cuestionar el mundo, a no tragar lo que nos dicen como si fuéramos pavos de engorde.  El espíritu crítico nos hará libres.
(Imagen de la obra de John Collier, Lady Godiva)