Soy insoportable. Los que me conocen saben el tiempo que me lleva trabajar conmigo misma y los esfuerzos que he hecho para lograr la convivencia diaria con el ser que me habita, pero reconozco que los que se me apartan, no me leen, se enojan y me creen contradictoria, casi siempre tienen razón. Por el camino han quedado amigos que no supe cultivar, familiares de los que hemos sacado a relucir la peor parte unos de otros, colegas a los que no supe entender y la lista podría ser mucho más grande si no tuviera cerca a mis aliados consejeros y una fe que me sorprende cada día. He jurado no pelearme más con mis afectos y vengo cumpliendo desde hace ya dos años con la promesa.  La peregrinación a Tierra Santa fue un merecido regalo a mí misma (fíjense como ego asoma) y a mis aliados del mundo superior por los tirones de oreja que me han sabido dar en el momento correcto. Rudolf Steiner, uno de los grandes pensadores  del siglo XX,  me ha conmovido con su relato del Monte Tabor. Su visión del Jesús cristalino y de la noche en la que, en ése lugar, las cosas se mostraron tal como eran, grabó a fuego en mi entendimiento que la fuente de la cuál proviene la fuerza superior no está en este mundo. De la mano del creador de la antroposofía, de los curas que me instruyeron en las Escrituras, de Sara  que me  recordó que fue ahí se escuchó el canto de Deborah cuando los israelitas fueron liberados de Sisara por Barak, llegué al monte sagrado de los esenios. Fresco, alto (588 metros) y lleno de flores, así me recibió el Apu Tabor (palabra en la que los incas designan las montañas y quiere decir abuelo en quechua). Le traje de Buenos Aires un cristal de cuarzo como ofrenda, el que tenía en la mano izquierda, mientras con la derecha me llevaba a la boca unos dátiles exquisitos. Mi mestizaje espiritual recordaba un viaje anterior a Perú, país al que amo, nuestro Egipto occidental, en el que en sus textos sagrados habla del infierno como una gran llanura y la necesidad de escuchar la voz de la montaña. Allí aprendí que hay que honrar la naturaleza y pedir permiso para franquear sus límites.  Estaba dispuesta a oír lo que el Apu tenía para contar. Con el espíritu de los dos inspirados, de los chamanes, de los sabiondos a cuesta, de los apóstoles,  me preparé para pisar el suelo sagrado en el que Jesús brilló como una estrella. Casi no tengo fotos de ese lugar, señal de que la pasé tan bien que no necesité otro registro sino el de la memoria.

El padre Rafael estaba silencioso ése día, cosa rara en él. Algo bullía en su interior, se podía percibir en la cercanía. Mis compañeros miraban el paisaje verde , después de tanta aridez  y entraban  de a grupos en la Basílica de la Transfiguración. La iglesia fue construida por los franciscanos en 1926  y diseñada por el italiano Antonio Barluzzi, el mismo de la  Bienaventuranzas. Allí el espacio fue concebido de manera diferente. Es una estructura clara y ascencional, luminosa , abierta. Invita a mirar  hacia arriba.

Estar con los dueños de casa te da algunos privilegios. Asistir Misa y leer el fragmento en el que Jesús es visitado por Moisés y Elías en el Altar Mayor es algo que seguramente no lo merecía, pero que me tocó vaya a saber por qué y jamás olvidaré. Ángeles anunciadores en mosaicos dorados revoloteaban sobre nuestras cabezas. Nos explicó el cura que en los Lugares Sagrados no se sigue el orden de las Misas que se dictan ése día en el mundo, sino que se pueden realizar según el  referente texto bíblico de lo que sucedió en ese emplazamiento. Embriagada de una sustancia exquisita que destilaba mi cerebro, al terminar la visita,  decidí volver caminando en lugar de tomar la kombi. Fue en el trayecto de regreso en el que Apu Tabor  me dijo , en secreto,  las charlas que tuvo con  Deborah,  Melquisedec, Jesús,  Pedro, Santiago,  Juan y ahora las que tiene con el padre Rafael, que es un conectado absoluto. Que todos estamos invitados a oír la voz de la montaña, pero que pocos, muy pocos, tienen la pureza de espíritu para transmitir su sabiduría .Cuanto a mí, riendo, aseguró que  me llevará unas cuántas vidas entender el misterio del que participé. Unas cuántas vidas, repetía, mientras hacía llover unas flores minúsculas de retama sobre mi cabeza .

 

Obra de Rafael Sanzio, Jesús en el Monte Tabor,  Museo del Prado.

(Próxima entrega Cap IX, Nazareth)