En una reunión de fin de año, ésas que promueven el reunionismo sin mucho más sentido que el cambio de calendario, surgió en una rueda de mujeres el tema infaltable para quiénes desean obtener estatus inmediato: el de las mucamas. Escuché atenta las historias de juicios, ART, desagradecimiento y la clásica burguesa “buenas eran las de antes”. Como suele darse en general, ante el silencio de quién no participa se generó un mayor interés por mi opinión. A los pocos minutos, sentí clavados cinco pares de ojos como si fueran abrojos. Había llegado el momento de hablar. Una bomba de neutrinos no hubiera tenido efecto más disuasivo.
Empecé diciendo que no son mucamas, sino personas amorosas que la vida me ha puesto en el camino en distintas etapas. Homenajeé a cada una con anécdotas que marcaban el diferente carácter de las tres. Las pocas que tuve estuvieron tantos años que se mezclaron nuestros ADNs. Certifiqué que cuando hay amor, no hay litigios. Cómo ser indiferente a sus necesidades, cuando vi crecer a sus hijos? Cómo hablar de robos, cuando lo que nos une es el afecto verdadero?
La líder de la manada, irritada y con ironía me preguntó cuál era el secreto para que me vaya tan bien con “el servicio”. En primer lugar, aclaré, ayudo en las tareas. Me dá un poco de verguenza que limpien mi suciedad. Trato de remunerar bien a quienes me asisten, aprovecharme del otro nunca fue un objetivo. Y lo principal, me siento par. No me siento superior a nadie por su condición de empleado. Valoro la relación humana que nos une. Recordé a la increíble Lucía Berlín, la norteamericana autora de Manual para mujeres de la limpieza, mucama y escritora estupenda
De las cinco, restó una. Las demás fueron a buscar un trago y por suerte no regresaron.
La diferencia de clases jamás es el problema, sí la ignorancia.