El fin de semana pasado , mientras tomaba un café en un bar y leía el diario, fui testigo de una escena de maltrato perpetrada por un hijo a su padre, que me inspiró una honda reflexión. El niño no tendría mas que diez años. El padre andaba alrededor de los cuarenta. Vestidos con ropa deportiva, culminaban con una salida “de hombres” típica de los separados que se encargan de los hijos sábado por medio. El niño no sacaba sus ojos del flamante celular, mientras el progenitor trataba de establecer algo parecido a un diálogo. Las respuestas monosilábicas del hijo mostraban una hostilidad sin anestesia. Angustiado, el adulto pedía que por favor lo mirara alguna vez y recibía por respuesta una sonrisa sardónica, mientras los párpados del niño seguían a media hasta, lo suficiente para enfocar la pantalla del teléfono celular. Cuando logró que le diera un minuto de atención, la tensión alrededor se multiplicó por diez. El tostado no tenía suficiente queso. Ese lugar era una porquería. Por qué insistía en traerlo ahí. Cuándo se iban. La mudanza, cuándo se iría al departamento nuevo. La criatura era una ametralladora de quejas, las que el padre atajaba como penales en una final de campeonato. Finalmente, tomó de la mesa el aparatito que lo conectaba vaya a saber con quién y lo apartaba de quién tenía a medio metro. El padre respiró profundo. Aún no había empezado la adolescencia, pensé. Control, denigración, ironía y hostilidad, cuatro de las características principales del maltrato ¿ Dónde quedó la generación de los “niños índigo”, “cristal”, “arco iris”, ésos seres especiales y sensibles que la new age aseguró que nos ayudarían a salvar el mundo? Me contentaría que ésos mocosos fueran un poco más humanos. Ni más ni menos.