Soy una vendedora nata. A los cuatro años vendí la colección de botones de mi abuela y a partir de ahí la fama que adquirí en la familia no paró de empeorar. Nunca entendí porque en los clanes de artistas el talento para el comercio es tan mal visto. En la escuela era la Reina de las Rifas. Las maestras de grado, fieles al estilo familiar, me miraban con desconfianza cuando al segundo día traía la cuponera vacía.
En la adolescencia tuve mi primer sociedad con el hijo del quinielero, el flaco Lauro. Pocas veces vi semejante queso para la venta. El padre me adoraba y creyó que mi presencia le infundiría al vástago el talento que le faltaba. Cruel desilusión, supe años después que mi socio se dedicó a la filosofía. Levantar quiniela (jogo do bicho, en Brasil) no era cosa fácil en ésos años, pero me aportó la dosis de aventura que mis catorce necesitaban y honrando la verdad, unos cuántos cruzeiros. Mi primer jefe, a los veinte, dijo que con ése don y algo de idiomas podría vivir en cualquier lugar en el mundo. Empecé en ése trabajo como asistente editorial, pero terminé en el departamento de ventas, apagando el incendio de una quiebra, ubicando los remanentes del stock en las pequeñas librerías. Después vendí tiempo compartido, pero confieso que lo único que me importaba en ésa época era pasar largas temporadas en Búzios, con una caipiriña en la mano y el mar en los ojos. Los gustos hay que dárselos en vida.
La venta es hermosa, el secreto es estar enamorado del producto o servicio que uno ofrece. Jamás pude vender algo del que no estuviera convencida. Es una lástima que el oficio goce de mala fama, sin el comercio seguiríamos en las cavernas, dibujando en las paredes y colgados de los árboles. Ahora sueño con el negocito propio cuando sea vieja. Una librería, por supuesto, con café para los amigos. Estarán invitados.