En la Rumania profunda un niño de siete años pide al padre llevar el televisor al pueblo para que lo reparen. Es un aparato viejo, con imagen en blanco y negro. El padre sugiere que lo dejen para otro día, hace mucho frío. El niño dice que hoy es el otro día, porque esa excusa ya la usó la semana pasada. Emprenden un viaje juntos, cargando el mamotreto envuelto en una manta con dos tirantes. El niño carga a la par del adulto, que lo trata con exigencia y autoridad. Cruzan un valle, charcos, toman un bus, hacen un tramo a dedo. El pueblo es feúcho y el técnico no puede creer que no lo dejen reposar tranquilo. En su puerta hay una pequeña fila de hombres con radios y otros electrodomésticos. El padre pide pasar primero y el viejo les da prioridad. Los demás se quejan y él cuenta el esfuerzo que hicieron los dos para llegar hasta allí, señalando el peso muerto. Al revisarla, dice que el desperfecto es el tubo, que puede repararla, pero que no tiene el repuesto. Lo mejor es que vaya al pueblo vecino y le traiga uno, es ahí nomás. El padre, acongojado, dice al niño que custodie el televisor en plena calle, mientras busca un tubo nuevo. La espera se hace eterna. El niño adormece después de jugar con las hormigas y hablar con la gente de la fila que no deja de crecer. Al regresar, ya con la pieza en la mano, el padre lo regaña, dice que es un irresponsable: podrían haber robado su tesoro. El técnico cumple con su palabra y terminado el trámite regresan a casa. La lluvia los toma de sorpresa. La manta, mojada, pesa más que antes. El padre resbala en el barro y el televisor cae al piso. El hijo amaga llorar y el padre lo frena con la mirada. Hay que llegar, cueste lo que cueste.
La madre los recibe preocupada, se han demorado demasiado y el clima es fatal. El niño seca la tele con esmero y la angustia se siente en el aire. Probemos, dice, quizá tengamos suerte y funcione. El padre conecta la tele a la electricidad, la prende, pero no hay caso: no anda. Puede que se haya movido alguna válvula, dice, pero hay que romper el sello del técnico. Eso implica que no volverá a repararla caso falle el intento. El padre abre la carcasa, mueve las piezas, quizás ahora salga bien. Es el último recurso. Pausa breve y silenciosa. El niño mira la pantalla con ojos brillosos. El padre enciende el aparato que, por fin, ilumina el recinto. Funciona. De inmediato el niño se zambulle en el reporte de un documental de animales y se transporta a otro mundo. La vida en la casa continúa como si nada hubiese ocurrido. Todo puede un padre que, en apariencia, solo sabe perder.
(Argumento del cortometraje The tube with a hat, Radu Jude, 2007)