“Yo no soy buenamoza, ni lo quiero ser, por que las buenas mozas, se echan a perder”

Esta canción entonaba mi madre a sus hijas, burlándose de las moralistas de turno y haciéndonos creer que las cinco éramos preciosas, cada una a su manera, poseedoras de atributos diferentes. En esas sesiones previas al sueño participábamos todas. Escucharla cantar y transmitir sus máximas era lo más parecido a un fogón ancestral. Mi madre tenía noches felices y mañanas horrendas, era bella como la luna y sufría de mal humor matinal. Yo no soy buenamoza era el pase para la libertad, para que decidiéramos sobre nuestros cuerpos y viviéramos la sexualidad con naturalidad. En esas charlas, en donde a veces participaba mi abuela, se hablaba de la Argentina como un país lejano, irreal. Los tres mil kilómetros que separan San Pablo de Buenos Aires, en los años setenta, parecían treinta mil. Yo no soy buenamoza, ni lo quiero ser, daba pie a que las adultas hablaran a las jóvenes cómo se construye el ser femenino desde los valores de una época. Ojo con el peso. El peor enemigo es el espejo del ascensor. Aprendan a mirarse con ojos de mujer. Y el más insólito de los tips : no tengan verguenza de coleccionar  piropos. 

Mi vieja decía que en ningún lugar del mundo se piropeaba como en Argentina. Y es cierto. Mis amigas y yo lo hemos comprobado. Aquí el piropo elegante es una escuela, un oficio, una institución. Celestina, la madre de mi madre , contaba que no ser piropeada por la calle Florida en los años 40 era tan improbable como estar muerta.

” Tengo la caja fuerte para guardar ese tesoro”,

“Quién fuera paloma para posarse en esa rama”,

“Qué hace una estrella volando tan bajo”?

Se pasaban horas hablando de la ocurrencia de los piropos que les profirieron , algunos ciertos, otros, quizá, inventados para alargar la noche.

Mi madre, la única de nosotras que llegó a tener fan club, tenía algunas reglas para inspirar al galán callejero. la principal era aprender a caminar debíamos hacerlo sin  mover la cabeza, como en una pasarela, sin considerar la posibilidad de darse vuelta a ver quién nos había hablado. Somos inalcanzables, decía, estatuas en movimiento.

Yo no soy buenamoza también fue el título de un cuadro alucinante de Antonio Berni , en el que interviene en varias oportunidades  su propia imagen , burlándose de sí mismo.

Actualmente, promulgada la Ley Municipal  5742 contra el acoso sexual, los porteños no se atreven a decir ni mu. Tan sólo con una insinuación pueden incurrir en el Art.2, en el que se los imputa por ataque a la libertad, integridad o derecho al libre tránsito. La pena va desde multa, trabajo comunitario o arresto.

Vale aclarar que el matriarcado al que pertenezco no avala la persecución ni el arrinconamiento de las mujeres, los gestos obscenos de los acosadores o las palabras subidas de tono. Sí, la galantería. Sí, el enaltecimiento del espíritu femenino. La vocera de Yo no soy buenamoza con el tiempo, ganó la pulseada. Como en Suiza o en Londres, los porteños caminan como zombies , parecen no registrar la belleza femenina en la vía pública. Se han amordazado por temor a las sanciones, han perdido las ganas de elogiarnos, de componer canciones de amor, de fotografiar a las musas. Ellas, en cambio, se pasean con jogging y ojotas , beben cerveza del pico sentadas en la vereda, se ven con ojos de hombre. Todos sabemos que la belleza es subjetiva y que no existen lindos y feos, sino parámetros diferentes de observación .  Entonces  ¿ por qué las buenas mozas insistimos en echarnos a perder?

 

(Imagen de Nicoletta Tomas Caravia)