Cuando el ritual se transforma en hábito, pierde su efecto mágico. No es una simple costumbre apagar las velas de un soplido para recordar la fecha de nuestro nacimiento.

 La vela encendida es el símbolo de la alma en el recto sendero. Hecha de tierra (cera) se eleva al cielo con la ayuda del fuego y la alimenta de aire. De hecho, la única manera correcta de apagar una vela es quitándole el aire, jamás soplándola. Eso sólo puede hacerse en una ocasión: el día del cumpleaños. En realidad, el ritual completo consiste en agradecimiento (canto), petición (cuando se piensa el deseo) y consolidación (el soplo). No se debe pedir sin antes, agradecer.
           Cuenta la Historia que en Alemania había una vieja costumbre similar en el siglo XVIII, la “kinderfest” o fiesta del niño. Se utilizaban dos velas que ardían durante todo el día, una representaba el año nuevo y la otra, el viejo. Probablemente una simbolizara la gratitud y la otra, el petitorio. También en Grecia, en el antiguo ritual a Artemisa, se hacía algo parecido. El pastel debía ser redondo para honrar a la Luna y la vela, símbolo de la vida en la Tierra, debía apagarse de un solo intento.
            También hay quienes digan que es de origen judío. En el día del cumpleaños, según la tradición hebrea, se abre el cielo por sobre nuestras cabezas . El humo de las velas tendrían la propiedad de llevar a Dios nuestro agradecimiento y pedidos, borrando las imperfecciones y cicatrices de los errores cometidos y de los años que ya vivimos.