Dante Alighieri me acompañó toda la vida. Así se llamaba el colegio que quedaba en frente de casa en el barrio de Jardins, en San Pablo, en el que estudiaban mis hermanos mayores y en cuya vereda me deslizaba con la patineta. Su perfil laureado y fulero ilustraba un libro rojo de tapa dura con el que no se podía jugar, pero sí mirar las figuras en compañía de un adulto. Las hojas eran tan delicadas que parecían las alas de las mariposas que el gato atrapaba, haciendo oídos sordos a los gritos de mi madre. Mi padre ya estaba enfermo, todos llorisqueaban a escondidas, la policía había entrado a casa para llevárselo por comunista, lo tuvieron unos meses y al poco tiempo murió, lo que nos sumió en un mar de deudas y en el dolor,  un verdadero Infierno.

  Años más tarde, ya en la adolescencia, buscando sus huellas  incursioné en la Dante, institución ligada al Consulado Italiano que quedaba en pleno centro paulista. Una escena similar a los cuadros del Bosco. En ésa época familias enteras vivían en la calle, a cada metro alguien pedía limosna, los borrachos semidesnudos se paseaban entre la multitud  y se veían asaltos a mano armada sin la pantalla de la tele de por medio. Un predicador evangelista anunciaba el fin del mundo en la salida del subte del Largo de la Pólvora, una plazoleta art noveau preciosa en ruinas que lindaba la estación Anhangabaú en dónde  uno no sabía qué fragancia  predominaba, si el almizcle barato, la transpiración o el  orín. No obstante, nada me desmotivaba. A toda costa yo quería aprender el idioma con el que cantaba mi viejo y con el que me había enseñado los colores. Odié a mi madre porque no me avisó que no pagaba la cuota y me hizo pasar un papelón.   En ésa ocasión me enseñó Dante que el Purgatorio puede tener muchas estaciones, algunas de ellas larguísimas.
Siendo ya treintañera  llevé sin querer ( para atenuar la espera)  La Divina Comedia a terapia, furcio que dio pie a una serie de encuentros maravillosos que jamás olvidaré, de la mano de Matilde Gárgano. Ahí empezó mi ascenso al Paraíso, el que permitió volver a ver el cielo estrellado.
Hoy tengo en mis manos un ejemplar de El Esoterismo de Dante, una joya escrita por René Guénon que sondea en cuáles son las fuentes místicas de las que bebió el florentino que cambió la historia de la literatura en el siglo catorce. Un deleite. Una voz  me dice que él me guía. Otra, más razonable, dice que no sea ridícula, que si así fuese mi pluma correría mejor suerte…