Refugiarse en un viejo amor puede traernos el efecto embriagador de un vino añejado en barrica de roble, haciéndonos sentir que el  brebaje estuvo esperando años para tocar nuestros labios . Puede devolvernos la alegría de otros carnavales, hacernos buscar fotos de otros tiempos y sorprendernos con anécdotas que habíamos olvidado. Puede mejorar nuestra autoestima haciéndonos ver mejor ante el espejo, al final de cuentas no me veo tan mal y ésas cosas. Un viejo amor puede reparar grietas ocasionadas por el peso de la vida y de otras relaciones, reinsertándonos en una red pretérita que ya ni sabíamos que existía. Tiene el poder de desempolvar las cábalas secretas y resetear la  inocencia que algún día tuvimos. No obstante, hay que cuidarse de no pisar dos veces la misma piedra.

 Si el motivo de la separación nos sigue cuál sombra en el jardín , cuidado. Si el intercambio se limita a ser una copia personalizada del canal Volver, ojo. Si la expectativa del futuro es menor que el anecdotario del ayer, piénselo. En la medida que el tiempo pasa las expectativas de una buena relación de pareja  aumentan,  las heridas causan más estragos, la vulnerabilidad (al revés de lo que pensamos) es mayor y la capacidad de rehabilitarnos es menor. Toda ilusión deviene pendularmente en desilusión. Hay que tratar de armar un triángulo sostenedor con la realidad, basándonos en el presente como pilar entre el pasado y el futuro. Así equilibraremos el trípode que armoniza la vida.

En la mitología nórdica las Nornas eran las hilanderas que tejían las historias de los humanos, se llamaban Moiras para los griegos  y en Roma eran conocidas como las Parcas. Shakespeare las tuvo en cuenta en la mayoría de sus obras.
 Armonizar el tiempo mirando hacia adelante es el desafío de todo aquél que se encuentre con un amor de antaño. El que no lo logre, como sucedió con la mujer del bíblico Lot, se convertirá indefectiblemente  en estatua de sal.
 (cuadro de Tamara Lempicka, Turbante verde)