El clima del Mundial de Fútbol ya se hace sentir por todas partes. Las cámaras empiezan a apuntar a Rusia, país controvertido que tiene a Putin como mandatario, con un escenario político complicado y un clima de suave inseguridad. La imagen del “nuevo zar” es la de un hombre fuerte, implacable y el marketing deportivo se ha basado en ella para ocultar el mar de fondo de las conflictivas relaciones internacionales de ése país. A ojo de buen cubero, todo aquél que quiera hacer algún reclamo por la vía alternativa, encontrará en Rusia a griegos y a troyanos, a los Capuletto y a los Montesco y todas las primicias que la prensa del mundo pueda darles. Si bien las costumbres rusas y sus leyes ya están divulgadas desde hace un mes y proponen la civilidad y la corrección, como por ejemplo, no fumar ni beber alcohol en las calles (aguda paradoja en un país dónde el vodka se bebe como el agua y esta probado científicamente que el humo de cigarrillo daña menos en el espacio exterior que reclutando fumadores pasivos), nunca sabremos si la policía está preparada para afrontar un atentado a nivel masivo. Ojalá sí lo esté. Mientras tanto, las delegaciones empiezan a llegar de todas partes para lo que promete ser una verdadera fiesta. El más grande certamen del mundo, el espectáculo que va a mantener en vilo arrancando gritos, lágrimas y sonrisas de la gente durante todo el mes, está por empezar. Me preguntan si quiero que gane Brasil o Argentina. Cualquiera de los dos, contesto, me siento privilegiada por ser amante del fútbol y binacional. No obstante, el verdadero peligro del cuál nadie quiere hablar para no arruinar el negocio es que la copa vaya a parar a las manos del Isis.