Somos seres singulares dentro de una experiencia colectiva. Extrañaré al timbre de voz de quién no pueda volver a escuchar porque las voces, las huellas dactilares y la manera de abrazar de cada ser humano es irrepetible. Durante toda la existencia tratarán de hacernos creer en lo idénticos que somos unos a otros, en que debemos encajar en la estructura que nos engloba y hacernos similares a la fuerza, cuando lo más bello que poseemos es nuestra singularidad. Los niños guardan ese recuerdo del ser original y cada tanto nos sorprenden con sus destellos. Recuerdo que una tía quería que mi hermana dejara de usar un camisón hecho trizas que había heredado de mí ( del no quería desprenderse por nada del mundo) diciéndole con aire superior que era “viejo y feo”. La pequeña le contestó sin titubear que no pensaba hacerlo y que no debía preocuparse por el asunto porque si bien ella era vieja y fea, nadie pensaba tirarla a la basura. Si mantuviéramos fresca esa espontaneidad no tendríamos tantos achaques, ni seríamos frágiles ante el peligro y, ciertamente, gozaríamos de mayor inmunidad.
Ante la pandemia del COVID-19 nos vamos dando cuenta lo vulnerables que somos, el terror que nos provoca un estornudo, lo asustadizos ante un individuo extraño sin barbijo, que la inmortalidad de la ciencia era un verso, que lo que va a salvar al mundo no es la tecnología sino la solidaridad y la comunicación afectiva entre los humanos. Siempre de la mano de la innovación, debemos recordar quiénes somos, para qué estamos en este mundo y qué nos pide el Universo que hagamos. La inmunología no está solamente en los glóbulos blancos, sino en la potencia de vida que cada uno posee y desconoce. No alcanza con inyectarse gama globulina para combatir los males que nos aquejan, ahora tendremos que ir en la dirección correcta, la que señaló nuestra alma, a la que desoímos por querer encajar adónde no cabíamos.
Llegó el tiempo en el que el verbo ser valdrá más que el tener, en el que no perderemos tiempos con cosas inútiles , en el que no nos subiremos a un avión cada seis meses para aparentar status, en el que destituiremos el beso cumplido por hábito social , en el que cocinaremos más sano y en el que miraremos con mayor sensibilidad la necesidad del otro. Llegó el tiempo en el que amemos con más intensidad, en el que estudiaremos la carrera que se nos dé la gana, en el que nos neguemos a vivir en piloto automático, en el que no vayamos por cumplido a ningún lugar y resignifiquemos nuestro día a día. Llegó el tiempo de diferenciar singularidad de soledad. Muchas cosas nos han metido en la cabeza que han ocupado espacios indebidos por largos años. Lo sagrado es para todo aquél que se atreve a cruzar los portales del templo y una existencia sin la experiencia de lo sagrado es una vida estéril. Hay que recobrar el coraje de ser distinto a la manada, volviendo a recuperar el tesoro de nuestro ser irrepetible.
No es cierto que nacemos solos, nacemos singulares. Cuanto a morir, hay dos formas de hacerlo: solos o en singular. La primera es cuando no dejaste nada al mundo, cuando todos los dones fueron desperdiciados. La segunda, aunque no vaya nadie a tu funeral, dejará una huella imborrable: libros, hijos, obras de arte, pensamientos. En el espacio de tiempo que separa las dos acciones, nacer y morir, transcurre la existencia, veloz como un rayo. Más vale que hagamos algo con eso.
Imagen de Edouard Okún